04/05/2011

Para leer a Paul Auster

La generación que siguió al 11-S

Joyce Carol Oates, una de las mayores narradoras de los Estados Unidos, analiza “Sunset Park”, la nueva novela de otro grande de la literatura estadounidense actual. La obra es a la vez una comedia melancólica y una alegoría pesimista de la bancarrota espiritual de jóvenes derrotados por la realidad.

POR Joyce Carol Oates

De los géneros literarios, ninguno ha florecido de manera tan diversa y maravillosa en las últimas décadas como la memoria – no las memorias de vida o la autobiografía, más aburrida, estática, cronológicamente determinada, sino la memoria de crisis, lírica, en general breve, sumamente individualizada, entre las que destacan Esa visible oscuridad (1990) de William Styron, Las cenizas de Angela (1996) de Frank McCourt, y El año del pensamiento mágico (2005) de Joan Didion; y de éstas, ninguna compuesta de manera más bella y sucinta que La invención de la soledad (1982) de Paul Auster, escrita luego de la impensada muerte de su padre en 1981.
Más tarde, a lo largo de una carrera que abarca quince novelas, seis obras de ensayo, una colección de poesía, guiones y libros editados, Paul Auster pasó a ser conocido sobre todo por su ficción posmodernista atípicamente enigmática, muy estilizada, en la cual los narradores rara vez son otra cosa que poco confiables y la base argumental cambia continuamente. La invención de la soledad es sin embargo notable por su evocación franca, honesta, sutil de la pérdida filial seguida, no por la pena profunda – al menos no la pena profunda convencional – sino por el aturdimiento de una incapacidad de llorar y la determinación estoica de conocer a Samuel Auster, el padre esquivo, no querido, el hombre “invisible”:
Careciendo de pasión por alguna cosa, o persona, o idea, incapaz o no dispuesto a revelarse a sí mismo bajo ninguna circunstancia, había conseguido mantenerse a cierta distancia de la vida, no sumergirse en la profundidad de las cosas. Comía, iba a trabajar, tenía amigos, jugaba al tenis, y a pesar de todo eso, no estaba presente. En el sentido más profundo, más inalterable, era un hombre invisible.
(Una fotografía del difunto Samuel Auster sugiere, sin embargo, una extraña semejanza con Paul Auster.)

La invención de la soledad está dividida en dos partes temáticamente simétricas –“Retrato de un hombre invisible” y “El libro de la memoria”– que sugieren tanto una dialéctica como un diálogo entre los dos “Paul Auster”: uno que es el hijo del “hombre invisible” Samuel Auster y otro que es padre de un hijo pequeño, Daniel. En la primera parte, el autor contempla la muerte de su padre y más allá, como asomándose a un abismo para espiar la misteriosa e inconocible vida de su padre: “Pensé: mi padre murió. Si no actúo rápido, toda su vida se desvanecerá con él”. Como uno de sus sombríos detectives devenido héroe en novelas como La trilogía de Nueva York – la ficción más famosa de Auster, que se lee como si Samuel Beckett se pusiera a reformar uno de los argumentos más enredados de Raymond Chandler – el hijo desolado explora la amplia casa Tudor, más bien grandiosa, aunque actualmente deteriorada en un suburbio acomodado de Newark donde su padre había vivido solo durante más de quince años después de la separación de la familia Auster; exteriormente imponente, la casa es adentro una especie de mausoleo, un lugar donde residía la “invisibilidad”.

Auster espera poder reconstruir esta vida enigmática y a simple vista enteramente egocéntrica de su padre a partir de un examen de los objetos que le pertenecieron – una miscelánea de “cosas”. Y, efectivamente, el biógrafo descubre objetos sorprendentes: un álbum de fotos encuadernado en un costoso cuero con el título estampado en oro en la cubierta –“Esta es nuestra vida: Los Auster”– que adentro está en blanco; recortes de diarios de los inicios del siglo XX que contaban una historia familiar escabrosa de cuando su padre tenía nueve años. El lector se pregunta entonces: ¿el desapego de la vida manifestado por el padre fue una consecuencia de este sórdido escándalo familiar? O – algo más perturbador para considerar– ¿el viejo incidente tuvo poco que ver con la formación de la personalidad de Samuel Auster? 

En la segunda parte de La invención de la soledad , más analítica y especulativa, “El libro de la memoria”, el autor se refiere a sí mismo como “A.” mientras va analizando las paradojas de la memoria y las tensas relaciones de padres e hijos, hijos y padres; sabemos que siendo un joven traductor de poesía y prosa francesa, al comienzo de su carrera como escritor, Auster fue una decepción para su padre, que había sido un empresario exitoso – aunque también obsesivo y adicto al trabajo – con escasa simpatía hacia la preocupación de su hijo por la literatura. (Hasta la ocupación del padre parece simbólica: Samuel Auster era dueño de casas de inquilinato en una zona cada vez más marginada y peligrosa, casi en su totalidad negra, de Newark. Su trabajo, al que era adicto, era asimismo arduo, poco gratificante y peligroso.) Con Daniel, su hijo de tres años, A. aborda el libro Pinocho, un texto densamente simbólico que analiza el drama arquetípico de padre e hijo/hijo y padre: Este acto de salvar es, efectivamente, el que realiza un padre:
él salva a su pequeño hijo varón del daño. Y para que (Daniel) viera a Pinocho, ese mismo muñeco tonto que había avanzado a los tumbos de una desgracia a la siguiente ... para convertirse en una figura de redención, justamente el ser que salva a su padre de las garras de la muerte, es un momento sublime de revelación. El hijo salva al padre. Es algo que debe ser totalmente imaginado desde la perspectiva del niño. Y en la mente del padre que una vez fue niño, o sea, un hijo, para su propio padre, debe ser totalmente imaginado ... El hijo salva al padre.

Así como suele decirse que, de Gogol en adelante, toda la literatura rusa sale de El Capote, del mismo modo toda la ficción en prosa de Paul Auster parece haber salido de La invención de la soledad, desde la temprana Trilogía de Nueva York (1985-1986) hasta la provocativamente titulada Invisible (2009). Los temas obsesivos de la pérdida, el misterio acerca de si las personas existen realmente, la inestabilidad de la identidad, y las vicisitudes del azar, al igual que los relatos de búsquedas quijotescas emprendidas por los jóvenes intelectuales apasionados que pueblan su ficción son sugeridos en esta elocuente memoria, un primer libro notablemente bien logrado y maduro con el que podrían comenzar los lectores no informados del carácter juguetón de la meta-ficción y la inter-textualidad narrativa si emprendieran la lectura de la ahora considerable obra de Auster.
En la nueva novela de Auster, la decimosexta, apropiadamente titulada Sunset Park, Miles Heller, hijo atormentado y auto-exiliado, regresa a Nueva York para reconciliarse con su padre, del que estuvo alejado durante siete años y medio, con resultados que inicialmente son promisorios pero que pronto se tornan amargamente irónicos. La novela está narrada en la habitual prosa despojada y sutil de Auster, a través de un coro de personas conocidas de Heller. Un breve desvío nos lleva a la oficina del PEN American Center en Nueva York, donde uno de los personajes de la novela emprende la campaña de liberar al disidente chino Liu Xiaobo – con resultados sumamente admirables, ya que el encarcelado Liu Xiaobo fue el receptor del Premio Nobel de la Paz 2010 –. Más allá de esta campaña hay, no obstante, pocas incursiones posmodernistas que distraigan en esta comedia melancólica de idealistas ingenuos y poco prácticos que son derrotados por la obstinada realidad del Estados Unidos contemporáneo en su decadencia económica, política y moral.

La primera vez que lo encontramos, en las “extensas llanuras del sur de Florida” donde se halla actualmente en el exilio, Miles Heller es un muchacho de veintiocho años que, pese a toda su inteligencia y su sensibilidad, parece incapaz de establecer un lugar propio en el mundo adulto. Luego de la muerte accidental de su hermanastro mayor, en la que Miles estuvo involucrado, se convirtió en un vagabundo como el Caín bíblico; a los ojos de un amigo que lo admira con el que se ha mantenido en contacto a lo largo de los años, es un “apesadumbrado muchacho sin ilusiones ni falsas esperanzas” –“sólo media persona ... su vida ... destrozada” – sin embargo:
Miles era diferente de todos los demás, poseía una fuerza magnética, animal, que cambiaba la atmósfera siempre que aparecía en un sitio. ¿Era la intensidad de sus silencios lo que le hacía merecedor de tanta atención, la reservada y misteriosa naturaleza de su personalidad lo que lo convertía en una especie de espejo donde los demás se proyectaban, la escalofriante sensación de que estaba y no estaba allí al mismo tiempo?
 
Miles es un individuo compasivo, no muy distinto de otros protagonistas solitarios en la ficción de Auster, pero parece atrapado en una especie de estancamiento espiritual: dejó los estudios en Bown, sufre de “adicción” a la lectura y se ve a sí mismo como un enemigo del “sistema”; carece, empero, de ambición y no tiene “ideas claras en cuanto a labrarse un posible porvenir”. Durante sus siete años y medio de exilio autoinfligido realizó trabajos con remuneraciones mínimas; ha estado alejado de su padre y su madrastra, que no tienen idea de cuáles fueron sus motivos para romper con ellos tan abruptamente. Es una decisión inspirada de Auster colocar a Miles en un trabajo tan desolado y degradante en una empresa que limpia casas ejecutadas “deshechas” cuando sus habitantes desalojados ya se han ido:
En un mundo que se viene abajo, abrumado por la ruina económica e implacables privaciones en incesante aumento, sacar la basura es uno de los pocos negocios florecientes en la zona ... Al principio, se quedaba estupefacto por el desorden y la suciedad, el abandono. Rara vez entra en una vivienda que sus antiguos dueños hayan dejado en prístina condición. Lo más frecuente es que se haya producido un estallido de ira y violencia, una orgía de caprichoso vandalismo a la hora de marcharse ...

Miles también es fotógrafo, obsesionado por registrar “cosas abandonadas” – lo cual constituye, digamos, prácticamente todo lo que descubre en las llanuras quebradas de Florida en tiempos de ejecuciones hipotecarias. Ha reunido un archivo de miles de fotos: Comprende que es una empresa vana, que a nadie puede ser de utilidad, y sin embargo, cada vez que pone los pies en una casa, siente que las cosas lo llaman, que le hablan con las voces de la gente que ya no está ...
Miles es acosado por el recuerdo de la muerte de su hermanastro, que ocurrió en un camino rural de Massachusetts sin testigos, cuando los chicos iban peleándose y Miles, de dieciséis años, inadvertidamente empujó a su hermanastro furioso justo en el instante en que venía un auto:
... ignora si la muerte de Bobby fue un accidente o si en el fondo tenía intención de matarlo. Toda la historia de su vida depende de lo que ocurrió aquel día en Berkshires, y aún sigue sin conocer la verdad, todavía no está seguro de si es o no culpable de un crimen.
La incursión del azar en nuestras vidas es otro tema frecuente en la ficción de Paul Auster, y por eso en el caso de Miles, su vida en plena juventud al igual que la de su familia se vieron irrevocablemente alteradas:
Siempre que piensa ahora en aquel día, se imagina lo diferente que habrían sido las cosas de haber ido al lado derecho de Bobby en vez de al izquierdo. El empujón lo habría lanzado fuera de la carretera en vez de al centro, y allí se habría acabado la historia, porque no habría habido ninguna ...

A la manera de un personaje de Beckett, aunque sin la poesía oscuramente radiante de Beckett, Miles Heller se encuentra absorbido en su vida a medias sin salida pero fascinante; sigue sintiéndose perseguido por el pasado con el que rompió, y lleva escritas cincuenta y dos cartas a un amigo de su edad en su ciudad, preguntándole por su padre y su madrastra. Como su madre, que los dejó a su padre y a él cuando era muy pequeño, Miles es uno de los “heridos andantes” –“almas dañadas”– a los que sólo alguna suerte de contra-encantamiento puede despertar de su trance. 

Lo que saca a Miles de su aislamiento es enamorarse de una muchacha llamada Pilar a la que ve por primera vez en un parque, leyendo El Gran Gatsby. Si bien Pilar es considerablemente más joven que Miles y “menor de edad” – inicialmente él pensó que era “menor de dieciséis incluso, sólo una niña, en realidad, y de poca estatura además, una adolescente”– comienza una relación sexual con ella que parece imprudente y desaconsejable:
El modo en que ella lo mira, quizás, el apasionamiento de su mirada, la extasiada intensidad de sus ojos cuando le oye hablar, la sensación de que su presencia es absoluta cuando están juntos, de que es la única persona que existe para ella sobre la faz de la tierra.
Y:
Es cautivo de su boca joven y ardiente. Está a gusto dentro de su cuerpo, y si alguna vez encuentra valor para marcharse, sabe que lo lamentará durante el resto de sus días.
Pilar es el personaje de la novela que resulta menos plausible: prácticamente no parece existir fuera de la necesidad extrema de Miles, como una figura de la fantasía erótica masculina. Cuando una de las hermanas de Pilar se entera del romance, amenaza con denunciar a Miles a la policía, lo cual lo obliga a abandonar la ciudad y regresar a Nueva York y al mundo que trató de dejar atrás.

De vuelta en Brooklyn, Sunset Park se escinde en una infinidad de perspectivas para abarcar un simpático retrato grupal de personas unidas por las circunstancias como por una gigantesca tela de araña. Conocemos al padre y a la madrastra de Miles, Willa; conocemos a la madre de nacimiento de Miles, Mary-Lee Swann, una actriz que está ensayando, muy apropiadamente, el papel de Winnie en Los días felices de Beckett; conocemos al amigo y confidente de Miles, Bing Nathan, a quien le escribió las cartas, y a los amigos okupas de Bing, que están viviendo ilegalmente en una casa abandonada, propiedad de la ciudad, en Sunset Park, Brooklyn. De todos ellos, el más interesante es Morris, el padre de Miles, que ha pasado su vida adulta “peleando por publicar libros valiosos” bajo el sello Heller Books; Morris tiene la lamentable idea de que si Heller Books se hunde, puede escribir unas memorias tituladas “Cuarenta años en el desierto: publicar literatura en un país donde la gente odia los libros”. Morris parece ser un hombre de integridad y valores anticuados, pero tuvo un romance sin sentido cuya consecuencia es que a su esposa Willa se le pegara una enfermedad venérea, precipitando su partida a Exeter, Inglaterra; durante buena parte de la acción de Sunset Park, Morris duda entre seguir a Willa a Inglaterra para obtener una reconciliación o quedarse con la esperanza de reconciliarse con su exiliado hijo Miles.

En un giro argumental típico de la ficción de Auster, nos enteramos en una analepsis de que Morris había contratado hacía largo tiempo un detective privado para rastrear a su hijo desaparecido pero cuando el detective localizó a Miles, en cuatro ocasiones diferentes Morris optó por observarlo y no hablar con él; hasta estaba al tanto del primer encuentro de Miles con Pilar Sánchez, la estudiante de secundario, en un parque de Florida – sabe, incluso, que estaba leyendo El Gran Gatsby. En estas ocasiones, el estoico padre sufre a la distancia:
... siempre pensando en dar un paso al frente y decir algo, siempre tentado de pelearse con él, de darle un puñetazo, de abrazarlo, de encerrar al chico en un abrazo y darle un beso, pero sin jamás hacer nada, sin decir nada nunca, manteniéndose oculto, observando cómo Miles se hace mayor, viendo cómo su hijo se convierte en un hombre mientras su propia vida mengua y se vuelve trivial, demasiado banal para seguir preocupándose por ella ...
Los okupas de Sunset Park en “una pequeña y absurda construcción de madera ... que daba enteramente la impresión de que la habían arrancado de las llanuras de Minnesota para soltarla por error en pleno Nueva York” son Bing Nathan y dos chicas jóvenes, la aspirante a artista Ellen Brice, que sufre una variedad leve de esquizofrenia y que intentó suicidarse por su “miedo a morir sin haber vivido”; y Alice Bergstrom, una “chica carnosa” que se odia a sí misma y trabaja en el PEN American Center mientras escribe una tesis de doctorado sobre la cultura estadounidense en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La argumentación de Alice es que
... las normas tradicionales de conducta entre hombres y mujeres quedaron destruidas tanto en el campo de batalla como en el país mismo, y en cuanto terminó el conflicto hubo que reinventar el modo de vida norteamericano ... (los norteamericanos) han perdido el gusto por la vida doméstica.

En pos de su idea, Alice está abocada a deconstruir textos y películas relevantes de la época, como Los mejores años de nuestras vidas, la película de William Wyler de 1946 –“La epopeya nacional de aquel momento determinado de la historia norteamericana ... la misma situación que millones de otras personas vivieron en la época”.

El único amigo de Miles es el hiperactivo Bing: “Es el guerrillero del agravio, el campeón del descontento, el detractor militante de la vida contemporánea que sueña con forjar una nueva realidad con las ruinas de un mundo fallido”. Bing es una suerte de filósofo autodidacta, una “presencia voluminosa e imponente, de oso desaliñado ... y con su anchura ... pesa ciento veinte kilos” y “un chico revoltoso, un alborotador de exuberancia indisciplinada y una agresión torpe y dispersa”. El “negocio” de Bing es el Hospital de Objetos Rotos en la Quinta Avenida en Park Slope, Brooklyn; reflejando la fascinación de Miles por las cosas abandonadas, Bing se dedica a reparar objetos valorados de épocas pasadas: máquinas de escribir manuales, plumas estilográficas, relojes mecánicos, tocadiscos, teléfonos de disco:
Su tienda presta un servicio único e inestimable, y cada vez que trabaja en otro averiado producto de las antiguas industrias de hace medio siglo, pone en ello la pasión fuerza de voluntad de un general librando una batalla.

Bing es descaradamente sentimental y un poco tonto, pero su devoción a las cosas inútiles resulta conmovedora, como su indignación contra la sociedad capitalista de consumo estadounidense que hace de él una especie de Noam Chomsky contrariado, sin una plataforma para expresar sus ideas o su visión política o un plan coherente para una revolución más allá de ocupar la casa de la “pradera” burlonamente idílica en Sunset Park – una aventura utópica ciertamente condenada al fracaso. En los años 1960, Bing y sus amigos tal vez habrían podido establecer una comunidad hippie rural, pero en el siglo XXI, en un Estados Unidos mucho menos indulgente y con estrecheces económicas, estos desertores de la sociedad adulta no tienen futuro.

Sunset Park es una novela sombría, que avanza con menos urgencia y fluidez dramática que una obra más típica de Auster, como Invisible, su reciente aventura de misterio y meta-ficción; es una postal nostálgica del pasado estadounidense en la cual, como en los textos posmodernistas más traviesos de Auster, aparecen reminiscencias de sus amados jugadores de béisbol. 

Auster, simpatizante del béisbol de toda la vida, es un sentimental descarado a la hora de relatar las vicisitudes del béisbol estadounidense, sobre todo las que aluden a los “trágicos destinos de los lanzadores”.
(¿Es escéptico sugerir que las experiencias “trágicas” de los lanzadores no tienen mayor significación intrínseca que las experiencias trágicas de individuos que no son jugadores de béisbol profesionales?) 

Miles cree que “El béisbol es un universo grande como la vida misma”; incluso una letanía de nombres cómicos es sagrada, digna de ser compartida con su amada Pilar cuando están acostados en la cama hojeando una Enciclopedia del Béisbol de 1985. Lo que más produce el béisbol es, sin embargo, dolor, puesto que los jugadores venerados de la juventud de Miles Heller – es más, los jugadores de la juventud de Paul Auster – están envejeciendo y muriendo.

De modo que también el idilio en la casa de Sunset Park termina abruptamente para los jóvenes okupas que han ignorado los avisos de desalojo pero se sorprenden y se ponen furiosos cuando finalmente los oficiales de la policía de Nueva York aparecen para sacarlos y no amablemente. En esta escena de clímax, en la cual se producen hechos cruciales casi con demasiada rapidez como para que el lector pueda absorberlos, Alice se lesiona cuando un policía “grandote” la empuja por una escalera; el revoltoso Bing es arrestado. 

Miles pierde los estribos y golpea a un oficial de la policía en venganza por el maltrato hacia Alice y Ellen Brice y él huyen de la escena, ocultándose durante un tiempo en un cementerio de Sunset Park. Tanto Ellen como el padre de Miles le aconsejan que se entregue a la policía pero naturalmente Miles se niega, prefiriendo volver a su vida de aislamiento y desapego y dejando atrás a su padre, con el que se había reconciliado, y a su amada Pilar.

Sunset Park parecería ser una alegoría pesimista de la vida norteamericana contemporánea en la década de bancarrota espiritual que siguió al 11 de Septiembre — los más afectados son los miembros de una generación que dejó de ser joven pero que está lejos de ser madura, en esa tierra del olvido de la adolescencia prolongada. Miles, Bing, Alice y Ellen se consideran en la cima de un cambio radical, pero son derrotados por su propia ignorancia y su desconexión del mundo; el supuestamente carismático Miles es visto por Alice como “viejo”. Es como si “hubiera estado en una guerra y todos los soldados al volver al país fueran hombres viejos, hombres cerrados que nunca hablan sobre las batallas que libraron”.
Hasta el padre de Miles, que durante tanto tiempo ansió que le devolvieran a su hijo, reconoce con tristeza:
Ahora que el chico y tú habéis pasado una velada juntos, te sientes curiosamente decepcionado. Tantos años esperando, demasiados, quizás, imaginando cómo se desarrollaría el encuentro, y de pronto una sensación de anticlímax cuando finalmente se produce, porque la fantasía es un arma poderosa, y las imaginadas reuniones que se celebraron tantas veces en tu cabeza a lo largo de los años eran necesariamente más ricas, más plenas y satisfactorias desde el punto de vista emocional que la que se llevó a cabo en la realidad.

Auster es doblemente irónico aquí, pues esa “realidad” es – obviamente – tan ficticia como los románticos “años imaginando”.

Sunset Park termina en un éxtasis de autocompasión y autodenigración cuando Miles Heller huye de Nueva York y lo que podría haber sido una vida realizada y madura. Se ve a sí mismo como “Telémaco” fallando a su padre “Odiseo”, por haber sido, aunque inadvertidamente, el detestable Caín que mató a su hermano Abel, destruyendo con esa acción también su vida:
... el nombre Homero le hace pensar en el hogar, como en la expresión “sin hogar”, todos están ahora sin hogar, tal como ha dicho a su padre por teléfono ... y mientras el coche cruza el puente de Brooklyn y contempla los enormes edificios de la otra orilla del East River, piensa en las construcciones perdidas, en los edificios derruidos e incendiados que ya no existen ... y se pregunta si vale la pena tener esperanza en el porvenir cuando no hay futuro, y de ahora en adelante, dice para sí, dejará de tener esperanza en nada y vivirá exclusivamente para hoy mismo, para este momento, este instante fugaz, el ahora que está aquí y ya no está, el momento que se ha ido para siempre.

Es un final impensado para una historia tortuosa de un hijo por fin reconciliado con un padre que lo quiere auténticamente – un padre que es la antítesis del padre “invisible” de La invención de la soledad. Es, sin embargo, un final inevitable, considerando la inmadurez de Miles Heller y el mundo “venido abajo” más allá del sueño romántico de Sunset Park.
(C) New York Review of Books y Clarin.
Traduccion de Cristina Sardoy.

En: http://www.revistaenie.clarin.com/edicion-impresa/titulo_0_472152788.html 

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