30/05/2012

Miguel de Unamuno

¿PRETENDES DESENTRAÑAR LAS COSAS...?





¿Pretendes desentrañar
las cosas? Pues desentraña
las palabras, que el nombrar
es del existir la entraña.
Hemos construido el sueño
del mundo, la creación
con dichos; sea tu empeño
rehacer la construcción.
Si aciertas a Dios a darle
su nombre propio, le harás
Dios de veras, y al crearle
tú mismo te crearás.
La lección te pongo en verso
por sujetar su osamenta,
que el hueso del universo.
sobre compás se sustenta.



Imprimir artículo

26/05/2012

Un día en la vida de Galeano


Por Jorge Fernández Díaz | LA NACION

El hombre que sueña prodigios tiene sueños insignificantes en la cama. Pero su mujer entra en la noche como en el cine, y a primera hora, mientras desayunan café con leche y jugos y frutas, Helena lo humilla contándole las peripecias que ha vivido con los ojos cerrados. La compañera de Galeano soñó una vez que los dos hacían una larga cola, en un aeropuerto irreconocible, y que todos los pasajeros llevaban sus almohadas bajo el brazo. Había una máquina que escaneaba las almohadas para descubrir si los ciudadanos habían tenido sueños peligrosos. Eduardo y Helena permanecían en esa fila esperando su turno, temiendo que la detectora de sueños incorrectos hiciera sonar su chicharra y ellos tuvieran que pagar de algún modo por esos pecados nocturnos. Eduardo, por supuesto, anota esos cuentos; ella sueña obras maestras.
Desde hace mucho tiempo, Galeano y su mujer han decidido eliminar de su dieta diaria el almuerzo. Les cortaba el día, y el escritor se sentía embotado: parecía una boa que se había comido una vaca, y entonces vagaba por las horas arrastrando los pies, hecho un zombi. Es por eso que en su casa de Malvín se desayuna de manera opípara y se cena fuerte y caliente. En el medio, sólo algunos bocadillos, ciertos cafés al paso y poco más. Pero ese desayuno es uno de los grandes momentos de dicha, no sólo porque Helena narra sus sueños de Paramount, sino también porque ella posee una voracidad sin límites por las noticias. Galeano es inmune al diario, y apenas utiliza la televisión para ver fútbol. Pero Helena es diarómana y radiómana, está hiperinformada, y le gusta leerle a su marido notas que le producen alegría o indignación, y contarle cosas que ha escuchado en la radio o que ha visto en la pantalla. Desayunando con los Galeano es un programa abierto al mundo.
Escribe sólo cuando le pica la mano. Es la mano la que decide, él no le puede dar órdenes
Luego el escritor comienza su trabajo. Que no tiene horarios ni rutinas fijas. Escribe sólo cuando le pica la mano. Es la mano la que decide, él no le puede dar órdenes. Esa extraña debilidad proviene de un día remoto, en un bar cubano, cuando Galeano apreciaba las maravillas que un negro genial le sacaba a su tambor. Eduardo se le acercó en un momento de la velada y le preguntó cuál era su secreto. El negro le respondió: "Yo sólo toco cuando me pica la mano". Se sintió representado Galeano por ese capricho artístico. Si no escribe con esa "picazón", todo lo que surge es un poco ortopédico. Si se obliga no sale nada verdadero, porque es a contracorazón. En cambio, cuando le pica la mano todo fluye.
Su método es absolutamente original. Para que las ideas y las historias no se las lleve el viento, escribe en una libretita de dos centímetros por tres. Una miniatura que pesa como una pluma y entra en un puño cerrado: allí Galeano garabatea escrupulosamente citas, referencias, ocurrencias, datos y oraciones. Esas miniaturas sólo se consiguen en Florencia y en Venecia, aunque últimamente una lectora argentina las está fabricando especialmente para su héroe literario. La levedad de esas libretas pigmeas le permite a Eduardo cargarlas en un bolsillo del pantalón y perderlas con cierta facilidad. Abriendo al azar una de ellas hay en una hoja diminuta, escrita con letra precisa pero pequeña, un consejo que Maradona le dio a Messi hace dos años. Diego se refería al arte de los tiros libres. Le decía a Lionel: "No le saqués tan rápido el pie a la pelota porque así ella no sabe lo que vos querés". Una recomendación metafísica.
Más adelante, en la misma libreta, Galeano anota una frase de su nieta de cinco años. Se llama Lila y resume en esa corta línea el gran problema existencial del hombre moderno. Dice Lila, anota su abuelo: "Yo siempre quiero estar donde no estoy".
Galeano es un recolector, busca todo el tiempo en la vida y en los libros mariposas milagrosas, pretende lo imposible: que el gas de la creatividad humana no se ventee, que en su red queden atrapadas las pepitas de oro de la memoria del hombre, que no se pierdan en el río caudaloso de la existencia las enseñanzas del mundo y la memoria. Es una tarea agotadora, incesante, de algún modo enciclopédica, y es por eso que sus libros son un libro único y siempre distinto, una larga miscelánea, una serie de cajones de objetos preciosos que se enhebran de un modo enigmático.
Eduardo recorta diarios, subraya libros, navega por Internet. Puede pasarse diez horas en una biblioteca. Cuenta con una red de amigos que le acercan diamantes literarios. También compra volúmenes usados en la feria de Tristán Narvaja, ese fabuloso mercado de pulgas donde se pueden encontrar desde incunables hasta dentaduras.
Recorta diarios, subraya libros, navega por Internet. Puede pasarse diez horas en una biblioteca. Cuenta con una red de amigos que le acercan diamantes literarios. También compra volúmenes usados en la feria de Tristán Narvaja
Muchas veces busca, pero muchas más encuentra involuntariamente, perlas de la vida. Como cuando descubrió en un documento de 1912 un suceso desconocido de 1701. Lo rescató y allí está impreso en el segundo volumen de su obra crucial Memoria del fuego. Dice textualmente: "Los indios chiriguanos, del pueblo guaraní, navegaron el río Pilcomayo, hace años o siglos, y llegaron hasta la frontera del imperio de los incas. Aquí se quedaron, ante las primeras alturas de los Andes, en espera de la tierra sin mal y sin muerte. Aquí cantan y bailan los perseguidores del paraíso. Los chiriguanos no conocían el papel. Descubren el papel, la palabra impresa, cuando los frailes franciscanos de Chuquisaca aparecen en esta comarca, después de mucho andar, trayendo libros sagrados en las alforjas. Como no conocían el papel, ni sabían que lo necesitaban, los indios no tenían ninguna palabra para llamarlo. Hoy le ponen por nombre piel de Dios, porque el papel sirve para enviar mensajes a los amigos que están lejos".
A Eduardo le da mucho placer escribir, y también mucho trabajo. Tiene un sillón cómodo en casa donde traslada las anotaciones de sus libretas a cuadernos. Usa dos lapiceras, una roja y otra negra. Y después de mucha resistencia, añadió últimamente una computadora para la versión final. Puede pasarse una mañana entera con una frase. Guarda siempre sus cuadernos porque la tinta negra muestra la primera intención, y la roja las correcciones y los agregados. Esos cuadernos son como mapas de la búsqueda del tesoro. El tesoro es la palabra escondida. La palabra exacta.
Más tarde Galeano sale de casa y se dirige al centro o a Carrasco. Camina tres horas. Y ese ejercicio le resulta fundamental. Se considera, ante todo, un caminante. Dice que mientras camina las palabras le caminan por dentro. Que es un caminante caminado. Y que tiene suerte de vivir en Montevideo, porque eso le ahorra una fortuna en psicoanálisis. Galeano camina escribiendo, se detiene de tanto en tanto, anota algo en su libreta, y sigue a paso vivo. La gente lo saluda pero no lo molesta. Sabe o intuye que ese tipo anda metido en sus cosas y que tal vez esté un poco loco. Todos los artistas verdaderos lo están.
Dice que mientras camina las palabras le caminan por dentro. Que es un caminante caminado. Y que tiene suerte de vivir en Montevideo, porque eso le ahorra una fortuna en psicoanálisis
En algún punto de esa caminata el cazador de palabras recala, indefectiblemente, en el Café Brasilero, su segundo hogar. Ese templo es ya una leyenda literaria de Iberoamérica. Eduardo Galeano prácticamente no tuvo educación formal: sólo hizo la primaria y un año de la secundaria. Se formó en los cafés de Montevideo, donde escuchaba a los grandes narradores orales. Esos narradores contaban mentiras que decían la verdad. Galeano las atesoraba y fue así como escuchando aprendió a decir. Antes había tiempo para perder el tiempo. La vida moderna mató el arte de la conversación, que ya no es rentable para los bares ni para los seres humanos.
El autodidacta se ha convertido en uno de los escritores más populares de América Latina. Y además, viaja muy seguido a España, Italia y Francia, donde sus libros son un fenómeno editorial. También enseña en universidades norteamericanas. "¿Cómo puede ser que un progresista, un antiimperialista visceral, tenga tanto éxito en Estados Unidos?", se preguntan despectivamente algunos de sus críticos de izquierda y de derecha. Eso le hace mucha gracia a Galeano, que cita a Ambrose Bierce: "Quien no tiene enemigos no merece tener amigos". Pero lo cierto es que tardó mucho en poder entrar en el gran país del norte. Y admite que él mismo tuvo la culpa, puesto que cuando rondaba los 17 años pidió la visa y le dieron un formulario para llenar. Galeano creyó sinceramente que se trataba de un test de inteligencia. A la pregunta "¿Se prepone asesinar al presidente de Estados Unidos?", el adolescente respondió: "Sí". Eso lo dejó fuera del turismo y de los ambientes académicos estadounidenses, donde ahora está tan a gusto.
De regreso de cualquiera de esos viajes, lo espera la ceremonia del Brasilero, donde lee, escribe y se reencuentra con amigos. Galeano cultiva la amistad con ignotos y famosos. Es amigo desde hace muchos años de Serrat. Hace unos años, Eduardo le dijo a Joan: "Vos no podés seguir así, lo tuyo es grave. Vos no conocés el fainá". Esa delicia es femenina en Buenos Aires y masculina en Montevideo. Pero hay pocos lugares en el mundo donde no se la conoce. En Italia, de donde proviene, casi nadie sabe de su existencia, salvo quizás en algunos lugares de Génova. Serrat seguía igualmente remiso; a Galeano el asunto le parecía de extrema urgencia. Lo llevó hasta el bar Los Olímpicos, otro santuario popular de la gastronomía, y la fantasmal aparición de semejante celebridad armó un gran revuelo entre los parroquianos. El fainá era lo que Galeano más extrañaba en sus exilios. Pero Joan Manuel parecía inapetente. Hasta que comenzó a comer y a comer, y entonces no podía parar.
Helena es una excelente cocinera. Espera a su compañero al regreso de cada extenuante caminata con la cena prometida y con vino. Se conocieron en 1976. Ella es tucumana y estudió abogacía, aunque nunca ejerce. Escapando de las dictaduras militares, marcharon juntos al exilio. En Brasil los recibieron Tom Jobim y Chico Buarque. Pero no había muchas oportunidades laborales y siguieron viaje hacia Berlín; después se afincaron en España. Y regresaron a Montevideo en 1985. Helena es editora en jefa de su obra, podría figurar tranquilamente como coautora. Libra batallas homéricas por la prosa de Galeano. "Nos peleamos por las palabras -admite-. Ella viene con el hacha y yo me resisto." Una vez Onetti le dijo a Eduardo: "Las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio". Para darle prestigio a esa frase, Onetti mentía que era un proverbio chino. Sin embargo, al final de las pulseadas que el hombre y la mujer tienen por un adjetivo o por una oración entera, Galeano se pregunta: "¿Esto es mejor que el silencio?". No. Y entonces lo elimina. El último libro, Los hijos de los días, fue escrito once veces, buscando un estilo cada vez más concentrado. Cortar, cortar y cortar. Rulfo supo también ser su amigo y hacerle cariñosas recomendaciones: "¿Ves, Eduardo? -le dijo un día señalándole un lápiz de dos extremos utilitarios-. Mira bien. No se escribe con esto (la punta) sino con esto (la goma de borrar)". Y es por eso que al final, Eduardo siempre le da la razón a Helena.
Se liberó del fanatismo, pero ahora es fanático de la estética. Y está seguro de que los hinchas furiosos no disfrutan del fútbol
Juntos lidiaron con esta nueva antología de sensibilidades. Les ordenó el caos y a la vez les impuso una cárcel, la estructura elegida: el calendario de un año completo. De cada día nace un texto, porque estamos hechos de átomos pero también de historias, dice el cazador de palabras. De nuevo es un arcón de joyas inesperadas y exquisitas. El 21 de junio, Galeano escribe "Todos somos tú", algo que traía la corriente y que su tamiz no dejó pasar de largo. "En el año 2001, resultó sorprendente el partido de fútbol entre Treviso y Génova. Un jugador del Treviso, Akeem Omolade, africano de Nigeria, recibía frecuentes silbidos y rugidos burlones y cantitos racistas en los estadios italianos. Pero en el día de hoy, hubo silencio. Los otros diez jugadores del Treviso jugaron el partido con las caras pintadas de negro".
El fútbol es una cultura, un universo vibrante que atraviesa la existencia y la literatura de Galeano. Parece extraño pensar que Eduardo se llegaba a pelear a trompadas en la cancha y que ahora ese mismo hombre, sin dejar de hinchar por el Nacional, es capaz de relativizar las camisetas y los colores y las identidades simplemente para gozar del buen juego, de esa magnífica danza con pelota. Se liberó del fanatismo, pero ahora es fanático de la estética. Y está seguro de que los hinchas furiosos no disfrutan del fútbol. Galeano disfruta muchísimo de "esa fiesta de las piernas que juegan y de los ojos que ven", y está muy atento siempre a sus relatores. A los ideólogos del fútbol. Acaba de anotar en su libretita la frase de uno de ellos, que elogia a un gran ejecutor de pelota parada: "Es un erudito en la definición".
El cazador es un erudito de la fluidez. Busca que sus libros tengan un arroyo subterráneo que lleve al lector de los prolegómenos a los epílogos. Un arroyo secreto. Se sirve de su larga experiencia, y mezcla en todo eso sus distintas vocaciones y oficios. Galeano es periodista y lector, pero también de algún modo historiador, memoralista y antropólogo a la hora de escribir. En Los hijos de los días hay muy poca ficción. La realidad contiene muchas realidades, pero sin la imaginación de Galeano no podría contarse. Sin esa imaginación que se afila caminando no se podría traducir la realidad. Es por eso que narra, no con el cartesianismo del ensayo, sino con la imaginación de la novela. Pero no inventa nada. Se aferra siempre a la realidad real, esa dama demente y cambiante y resbalosa.
Aunque su tarea, como se dijo, parece infinita, y sus libros son apenas capítulos de un libro mayor, Galeano se deprime al terminar. Siente los mismos síntomas de puerperio que cualquier novelista. A continuación, entra en pánico. Se acabó todo. No podré volver a escribir. Pero luego de esos malos presagios, un día de repente la realidad toca a la puerta. Y él la reconoce de inmediato y todo recomienza.
Si cualquiera le preguntara, a lo largo del día, de qué trata profundamente su obra, Galeano aceptaría de manera cortés que es la extensa autobiografía de un lector y de un recolector de signos. El intento del corazón por recuperar los fulgores del arcoíris terrestre. "Que es mejor que el celeste, tan mutilado por el machismo, el racismo, el militarismo y el oscurantismo -advierte-. Los seres humanos somos mucho mejor de lo que nos contaron que fuimos."
Pudo haber sido un escritor de Montevideo, pero avanzó hacia América Latina. Y después se abrió al mundo. "Las fronteras del mapa y del tiempo -dice- son enemigas de la libertad creativa. No importa de dónde venga la historia, la escribo si me pica la mano."
Luego de cenar y cambiar risas e informaciones, los Galeano salen a caminar otro rato y a hacer la digestión. Caminan en la noche mientras las ideas les caminan por dentro. Caminantes caminados que van rumbo a la cama y al sueño. A veces, leen un poco antes de dormirse. Y se duermen al final sobre sus almohadas de sueños incorrectos..



23/05/2012

El narrador omnipresente


La muerte de uno de los referentes del Boom conmocionó esta semana la escena literaria mundial. En estas páginas, el académico Julio Ortega analiza con lucidez el valor de su obra y el escritor Edmundo Paz Soldán vislumbra su legado.

POR JULIO ORTEGA





Se me hace cuento que Fuentes ha muerto y estoy dispuesto a probar lo contrario. Así como Borges demostró que somos hechura de lo que hemos leído, y Cortázar probó que si no podemos cambiar el mundo debemos cambiar la función de la lectura, Fuentes ha establecido, sospecho yo, que nunca dejaremos de leer lo que hemos leído; esto es, que uno lee de nuevo cada vez, como si el tiempo fuese una invención de la lectura.
Por eso confesó Fuentes que leía el Quijote cada año, porque en el calendario de la lectura el libro es siempre otro. De modo que leer es una forma de rehacer el tiempo y escribir es darle al tiempo otra oportunidad. Carlos Fuentes ha sido especialmente generoso con el tiempo: le ha dado varias vidas, míticas, apocalípticas, fantásticas, políticas, históricas y simétricas. En sus manos, el tiempo se hizo maleable, en proceso, transitivo, puro transcurso en la errancia de vivir.
Hace ya varios años leí en la revista argentina Crisis un cuento de Carlos Fuentes en el que una pantera, que ha huido del zoológico, se oculta en el departamento de un hombre. Me impresionó el trazo dinámico, ligeramente irónico, de ese fresco relato, a la vez mundano y pesadillesco. Cuando me encontré con Fuentes le dije lo mucho que me había intrigado su último cuento, “Pantera en jazz”. “Pero si ese es uno de los primeros cuentos que he escrito”, protestó, divertido. “Pantera en jazz” es un cuento que no llegó a entrar en Los días enmascarados , que es de 1954. La revista había omitido el año de su publicación, pero, ¿por qué pude leerlo como un cuento reciente? En la Casa de América, en Madrid, en un foro de escritores, teniendo al lado a Carlos Fuentes como testigo de descargo, conté esta historia, pero añadí una variante.
Escrito por el Fuentes joven, propuse, era evidente el estilo maduro, que maneja con sabiduría la dinámica cambiante de una prosa autoconsciente. En cambio, escrito por el Carlos Fuentes actual, qué audacia de relato surreal, qué libertad de juego, en una prosa que reproduce el ritmo del jazz. Fuentes, quise decir, acudiendo a la fábula de Pierre Menard, ha novelizado la lectura, porque es al leer que le damos sentido a un texto suyo; a tal punto, que adquiere la forma de nuestra lectura. Si Borges dramatiza la escritura como interpretación del lector que se apropia del texto, Fuentes convierte en ficción el acto mismo de leer, que ocurre como un desdoblamiento del tiempo, como la libertad de rehacerlo por placer.
Por eso, concluí, todo indica que Fuentes ha escrito de joven sus obras más maduras, articuladas y fehacientes; y lo ha hecho para poder escribir, de mayor, su obra más joven y audaz. Se podría, en consecuencia, postular la hipótesis de que la temporalidad narrativa de su obra no sigue la lógica de la cronología, y por lo mismo no se debe a una arqueología de su lectura; sino que es una narrativa cuyo tiempo discurre hacia adelante, buscando su comienzo no en el pasado sino en el futuro. Paradoja, en efecto, de este tiempo revertido, gestado por la fuerza novelesca de la temporalidad, cuyo eje de lectura decide el recomienzo constante de su producción narrativa. Fuentes es nuestro mayor explorador del tiempo como sobrevida, como exceso de los límites naturales, y como simetría pulcra y pulida del barroco mexicano, formalista y agonista.
Cristóbal Nonato (1988), por ejemplo, me pareció en más de un sentido su novela más joven, por más inventiva e irreverente. Incluso, es clara la ironía de que el hecho histórico fundador, el descubrimiento de América, fuese aquí reescrito desde el futuro, desde una suerte de ucronía o distopía, porque esta novela reescribe el pasado para demostrar su apocalíptica disolución futura. Si Joyce creyó que la Segunda Guerra Mundial se había declarado para interferir la lectura de su Finnegans Wake , se podría decir, en este humor paradójico, que el quinto centenario del descubrimiento de América sólo se podía celebrar como su desfundación radical. Así, en esta novela se trata del recomienzo de México como un des-cubrimiento, o develación futurística de su fragmentación, lo que ocurre en el lenguaje, y su desmontaje carnavalesco y a la vez trágico, de la pérdida del mundo conocido.
Y no en vano su libro más temporal, tan urgido de presente que se rehúsa a concluir, El naranjo (1993), sugiere en varios momentos un diálogo con los primeros libros del autor, como si esos libros se miraran por un instante en los nuevos relatos, y comprobaran, gracias a estos destiempos y entretiempos, que acaban de ser escritos. No es sino revelador, por lo mismo, que Fuentes haya llamado “La edad del tiempo” a la serie de su narrativa relanzada por la editorial Alfaguara; reordenamiento de “tiempos” narrativos, donde se incluye los libros que su autor aún no había escrito, como si fuesen ya parte del mapa tangible de su obra. Una obra, por lo demás, que más que una geografía, es una tiempo-grafía, donde discurre la tinta de la actualidad permanente de la letra.
Pero si esta obra no se ordena por la cronología de su escritura ni por la histórica que reescribe, es porque organiza otra temporalidad, hecha de anticipaciones y anacronismos, donde el tiempo de la fábula circula en su propio registro, consumando y consumiendo los escenarios de su energía inquieta y traza barroca. Precisamente, el orden es aquí el recomienzo, el proyecto de una lectura donde los textos se leen mutuamente, y donde todo acontece de nuevo bajo una nueva atención. El “tú” al que se dirige el Narrador de Aura es el joven historiador, pero también es el lector para siempre joven en el lenguaje que le abre las puertas del tiempo narrativo.
Pues bien, si leer a Fuentes es suspender la temporalidad (edad cíclica), es también recorrerla lúcidamente (edad histórica); y esto es así porque en la lectura pasamos de una orilla a otra, y desde un margen alcanzamos el siguiente. Es una obra, quiero decir, que adquiere imprevistas y renovadas resonancias en la relectura. Está hecha, se diría, para acrecentarse en la relectura. Y ya no es casual que releída hacia atrás nos revele sus anticipaciones como otro afincamiento en nuestra margen de presente. Fuentes escribe en el escenario de la lectura, del lenguaje procesado y transformado por el presente sin fondo de leer un texto dentro de otro, una conversación bajo otra: escenifica la letra y la voz de la cambiante verbalización del mundo, de su permanente invención. Por ello, hay una dimension única de lo real hablándonos desde estos libros suyos. Si García Márquez necesitó cien años para escribir, como si fuese leída en unas horas, su novela milagrosa; y si Joyce necesitó un día para probar la banalidad del bueno de Leopold Bloom, Carlos Fuentes ha necesitado, en cambio, los quinientos años (con la excepción de su novela, pre-histórica, dedicada a Numancia, y un cuento, futurístico, sobre Adan y Eva, dos robots enamorados) de nuestra edad histórica para su espectacular temporalidad narrativa. Por eso, releemos sus libros no sólo como si fuesen todos recientes, sino como si estuviésemos leyendo el pasado en el futuro, y a nosotros mismos en un relato siempre por venir. Fuentes, quiero proponer, le ha dado actualidad a nuestra historia, al recobrar sus voces como si fuesen de mañana.


El presente conquistado

La historia deja de ser cronológica y gana otra edad discursiva, la de nuestra historicidad. En contra de las versiones traumáticas de la experiencia latinoamericana (que aseguran que nuestro ser histórico está por hacerse, que nuestra identidad “dependiente” ha sido incautada por los poderes dominantes, que nuestra hechura psicológica nos condena a la repetición del pesimismo, y que la colonia es el modelo que nos repite), la obra de Fuentes nos reafirma en el presente reconquistado por la lectura; revelando no las fáciles síntesis ni los meros pluralismos, sino la realización y el drama de la mezcla, la alegría y el riesgo de la diferencia, la apuesta por nuestro espacio, mapa y hábitat hecho en las afirmaciones plurales y su energía inquisitiva, su poder crítico que desmonta los programas de control hegemónico y diversifica radicalmente la representación de la historicidad del presente. De allí que el sentido de lo histórico se de como su actualización, que no es sino la política de la imaginación del cambio y la radicalidad de lo nuevo. Como bien dice Anthony Giddens: “La historicidad puede ser definida como el uso del pasado para ayudar a dar forma al presente... (Es) el conocimiento del pasado como medio de romper con él... La historicidad, de hecho, nos orienta precisamente hacia el futuro.” Es el caso extraordinario de La muerte de Artemio Cruz (1962), escrita en el albor de la revolución cubana pero exactamente como su revés: los comienzos de la promesa revolucionaria son vistos desde el fin de la experiencia revolucionaria mexicana, y así los tiempos del comienzo se leen, se descifran, en los tiempos del fin.


Una estrategia propia

Si los relatos y novelas de Carlos Fuentes ocurren como distintas versiones de la temporalidad, esa exploración es una ampliación de la naturaleza de la fábula. La calidad fabularia y fabulosa de estos libros se hace patente en la diversidad de sus fórmulas, en el cambiante registro de sus representaciones, en el diverso protocolo de su lectura. Pero esa exploración temporal es también una textualidad compleja. Cada libro proyecta una estrategia narrativa propia, que no se puede repetir en otro relato, y que se consuma como la forma misma de la fabulación. Podemos, por lo mismo, proponer la hipótesis de que estas obras se cumplen como una de las instancias paradigmáticas del cambio literario. Por ello, la innovación las distingue. Innovar implica renovar, recomenzar, reformular. Por eso, su primera obra maestra, Aura (1962) es una novela breve gótica que ocurre en el futuro; su obra más señera, La muerte de Artemio Cruz (insólitamente del mismo año), es una novela crítica y política que distribuye en cada persona narrativa (tú, yo, él) un tiempo complementario, que es espacio de asedio, acción y memoria; su obra mayor, Terra Nostra (1975), es una monumental construcción mitopoética, que suma los tiempos y los funde; y Cristóbal Nonato (1987), su novela más libérrima, hace del Apocalipsis una refundación humorística.
Teóricamente, las poéticas del cambio se dan frente a y en contra de las poéticas de la normatividad, esto es, de los códigos y cánones que configuran, por un lado, el horizonte de la repetición como sistema de referencias letradas; y, por otro, la matriz discursiva, el archivo de modos del discurso, que definen un estilo, una productividad, una modulación generica. La repetición es necesariamente estructurante, porque corresponde a las normas, los rituales y protocolos de la continuidad. Mientras que el archivo discursivo corresponde a las formas de habla, a la dicción de un estilo, y es modélico. Por eso, luego de haberse privilegiado la noción de cambio y desautomatización bajo la influencia de las vanguardias y de los formalistas rusos, se pasó a favorecer las nociones estructurales que privilegiaron los levantamientos cartográficos del enunciado y el significante. Y, más recientemente, a la luz de los cambios suscitados por la crítica de los modos de producción tecnológica, y gracias a los nuevos movimientos sociales y políticos, que cuestionan el programa de la modernidad, se han privilegiado las articulaciones socio-culturales. Las opciones son hoy menos polares, más inclusivas, y también más independientes de aparatos que totalizan la lectura. De varios de esos modos asumidos por el proceso crítico de leer se ha beneficiado la obra de Fuentes en su contexto internacional. Y es así que ha sido leída como parte del realismo mágico, como adelantada del relato postmoderno, como iniciadora de la nueva novela histórica... El propio Fuentes ha puesto en práctica una rearticulación de orillas remotas y contrarias, en ese tratado de sumas hispanoamericanas que es El espejo enterrado (1992), uno de los adelantos de la perspectiva crítica transatlántica.
Por lo mismo, la idea de que las vanguardias habían terminado, y que vivíamos el fin de la experimentación (una idea favorecida por el escepticismo conservador y el pragmatismo del término medio liberal) ha sido contestada por las reapropiaciones formales del posmodernismo; especialmente por Jean-François Lyotard cuando afirma que “en las diversas invitaciones a suspender la experimentación artística, hay un mismo llamado al orden, al deseo de unidad, de identidad, de seguridad, o de popularidad... para esos escritores nada es más urgente que liquidar la herencia de las vanguardias”. Ese patrimonio de la novela contemporánea, consagrado por la obra de Carlos Fuentes, es hoy nuestra instrumentación narrativa, tan fresca como ayer, capaz de nutrir de vigor el proyecto de una nueva novela, ese permanente mito del presente en que esta obra nos ha educado a leer más de lo que leemos.
Si la obra de Fuentes es un paradigma del cambio no es porque siga el dictamen modernista de la búsqueda de la originalidad a ultranza, sino porque sus formulaciones exploran las aperturas del texto y amplían las funciones representacionales. Es revelador el hecho de que sus novelas más innovadoras son aquellas que trabajan sobre espacios socio-históricos más codificados; como si la fractura de la sintaxis narrativa, de las atribuciones del lenguaje mismo, fuera el instrumento más seguro para desbasar y cuestionar lo que pasa por lo real; por ello, esas novelas no son gratuitamente experimentales sino aplicadamente exploratorias. Es el caso de La región más transparente (1958), que socava una sociedad convencional que reproduce el fracaso; de La muerte de Artemio Cruz , cuya fragmentación y diversificación busca subvertir el edificio del poder corrupto, las articulaciones de la política y la economía en el monopolio del estado; y de Cristóbal Nonato , que imagina un fin del mundo mexicano donde las formas del poder autoritario son puestas en entredicho por la libertad jocosa del lenguaje permutante. Esto no quiere decir que la innovación sea instrumental, sino que contradice la saturación de los lenguajes, la usurpación de los sentidos. Tiene, así, implicancia política, y fuerza emancipatoria. Se puede adelantar la conclusión de que estas novelas son poderosos aparatos contra la Retórica: descubren tras las representaciones su carácter construido, los lugares que sostienen a los discursos, el interés y la banalidad de los poderes en control, y también la fuerza de revelación y contradicción que hay en la búsqueda de una verdad no por improbable menos urgida de hacerse lugar en los discursos.
Pero, aun si acontece fuera del orbe social, la innovación en sí misma posee la fuerza impugnadora del deseo. ¿Cómo se podría haber escrito Aura al mismo tiempo que La muerte de Artemio Cruz sino fuese porque ambas responden con el deseo a la tiranía de la muerte? En una carta a Fuentes, Cortázar se mostró sorprendido por la coincidencia de ambas novelas en el mismo año, pues las encontró, como son, demasidado distintas, y prefirió el carácter fantástico de la primera. Pero son también íntimamente próximas, como si se hubiesen puesto de acuerdo para asaltar los límites, en un caso, de la subjetividad del amor más allá de la muerte; y en el otro, de la representación del poder desde su disolución. Cambiar, así, es desear; es proyectar en el espacio del deseo la estrategia de una celebración reafirmativa a través del simulacro, el espectáculo y el diálogo, para recuperar con el puro flujo del arte la mutualidad de la cultura, sus magias imparciales y alegrías filiales. Le debemos, a él y a su obra, esa lección de integridad creativa; su fidelidad a la promesa, tan nuestra, de cambiar este mundo a partir de la próxima lectura.
Julio Ortega es ensayista y escritor peruano, profesor de estudios hispanoamericanos en la Universidad de Brown (Estados Unidos).

Imprimir artículo

19/05/2012

Dante Gabriel Rossetti

Sueño nupcial
Cesó el amor con un largo gemido,
Y, cual la gota se desprende lenta
De la hoja cuando amaina la tormenta,
La pasión fue atenuando su latido.


Separados los cuerpos del florido
Esponsal que aún su dulce aroma alienta,
En los ardientes labios se aposenta,
Ansia y dolor, un ósculo encendido.

En su deriva los sumió un sereno
Sueño y sus cuerpos navegaron bellos
Entre el rielar de acuáticos destellos.

Como un naufrago inmenso fuese el día
Y al despertar de aquel hechizo ameno
A su lado, ho milagro, ella seguía.

De: La casa de la vida. Editorial Pretextos
En: Revista adn cultura La Nación, 27/04/2012