La muerte de uno de los referentes del Boom conmocionó esta semana la escena literaria mundial. En estas páginas, el académico Julio Ortega analiza con lucidez el valor de su obra y el escritor Edmundo Paz Soldán vislumbra su legado.
POR JULIO ORTEGA
Se me hace cuento que Fuentes ha muerto y estoy dispuesto a probar lo contrario. Así como Borges demostró que somos hechura de lo que hemos leído, y Cortázar probó que si no podemos cambiar el mundo debemos cambiar la función de la lectura, Fuentes ha establecido, sospecho yo, que nunca dejaremos de leer lo que hemos leído; esto es, que uno lee de nuevo cada vez, como si el tiempo fuese una invención de la lectura.
Por eso confesó Fuentes que leía el Quijote cada año, porque en el calendario de la lectura el libro es siempre otro. De modo que leer es una forma de rehacer el tiempo y escribir es darle al tiempo otra oportunidad. Carlos Fuentes ha sido especialmente generoso con el tiempo: le ha dado varias vidas, míticas, apocalípticas, fantásticas, políticas, históricas y simétricas. En sus manos, el tiempo se hizo maleable, en proceso, transitivo, puro transcurso en la errancia de vivir.
Hace ya varios años leí en la revista argentina Crisis un cuento de Carlos Fuentes en el que una pantera, que ha huido del zoológico, se oculta en el departamento de un hombre. Me impresionó el trazo dinámico, ligeramente irónico, de ese fresco relato, a la vez mundano y pesadillesco. Cuando me encontré con Fuentes le dije lo mucho que me había intrigado su último cuento, “Pantera en jazz”. “Pero si ese es uno de los primeros cuentos que he escrito”, protestó, divertido. “Pantera en jazz” es un cuento que no llegó a entrar en Los días enmascarados , que es de 1954. La revista había omitido el año de su publicación, pero, ¿por qué pude leerlo como un cuento reciente? En la Casa de América, en Madrid, en un foro de escritores, teniendo al lado a Carlos Fuentes como testigo de descargo, conté esta historia, pero añadí una variante.
Escrito por el Fuentes joven, propuse, era evidente el estilo maduro, que maneja con sabiduría la dinámica cambiante de una prosa autoconsciente. En cambio, escrito por el Carlos Fuentes actual, qué audacia de relato surreal, qué libertad de juego, en una prosa que reproduce el ritmo del jazz. Fuentes, quise decir, acudiendo a la fábula de Pierre Menard, ha novelizado la lectura, porque es al leer que le damos sentido a un texto suyo; a tal punto, que adquiere la forma de nuestra lectura. Si Borges dramatiza la escritura como interpretación del lector que se apropia del texto, Fuentes convierte en ficción el acto mismo de leer, que ocurre como un desdoblamiento del tiempo, como la libertad de rehacerlo por placer.
Por eso, concluí, todo indica que Fuentes ha escrito de joven sus obras más maduras, articuladas y fehacientes; y lo ha hecho para poder escribir, de mayor, su obra más joven y audaz. Se podría, en consecuencia, postular la hipótesis de que la temporalidad narrativa de su obra no sigue la lógica de la cronología, y por lo mismo no se debe a una arqueología de su lectura; sino que es una narrativa cuyo tiempo discurre hacia adelante, buscando su comienzo no en el pasado sino en el futuro. Paradoja, en efecto, de este tiempo revertido, gestado por la fuerza novelesca de la temporalidad, cuyo eje de lectura decide el recomienzo constante de su producción narrativa. Fuentes es nuestro mayor explorador del tiempo como sobrevida, como exceso de los límites naturales, y como simetría pulcra y pulida del barroco mexicano, formalista y agonista.
Cristóbal Nonato (1988), por ejemplo, me pareció en más de un sentido su novela más joven, por más inventiva e irreverente. Incluso, es clara la ironía de que el hecho histórico fundador, el descubrimiento de América, fuese aquí reescrito desde el futuro, desde una suerte de ucronía o distopía, porque esta novela reescribe el pasado para demostrar su apocalíptica disolución futura. Si Joyce creyó que la Segunda Guerra Mundial se había declarado para interferir la lectura de su Finnegans Wake , se podría decir, en este humor paradójico, que el quinto centenario del descubrimiento de América sólo se podía celebrar como su desfundación radical. Así, en esta novela se trata del recomienzo de México como un des-cubrimiento, o develación futurística de su fragmentación, lo que ocurre en el lenguaje, y su desmontaje carnavalesco y a la vez trágico, de la pérdida del mundo conocido.
Y no en vano su libro más temporal, tan urgido de presente que se rehúsa a concluir, El naranjo (1993), sugiere en varios momentos un diálogo con los primeros libros del autor, como si esos libros se miraran por un instante en los nuevos relatos, y comprobaran, gracias a estos destiempos y entretiempos, que acaban de ser escritos. No es sino revelador, por lo mismo, que Fuentes haya llamado “La edad del tiempo” a la serie de su narrativa relanzada por la editorial Alfaguara; reordenamiento de “tiempos” narrativos, donde se incluye los libros que su autor aún no había escrito, como si fuesen ya parte del mapa tangible de su obra. Una obra, por lo demás, que más que una geografía, es una tiempo-grafía, donde discurre la tinta de la actualidad permanente de la letra.
Pero si esta obra no se ordena por la cronología de su escritura ni por la histórica que reescribe, es porque organiza otra temporalidad, hecha de anticipaciones y anacronismos, donde el tiempo de la fábula circula en su propio registro, consumando y consumiendo los escenarios de su energía inquieta y traza barroca. Precisamente, el orden es aquí el recomienzo, el proyecto de una lectura donde los textos se leen mutuamente, y donde todo acontece de nuevo bajo una nueva atención. El “tú” al que se dirige el Narrador de Aura es el joven historiador, pero también es el lector para siempre joven en el lenguaje que le abre las puertas del tiempo narrativo.
Pues bien, si leer a Fuentes es suspender la temporalidad (edad cíclica), es también recorrerla lúcidamente (edad histórica); y esto es así porque en la lectura pasamos de una orilla a otra, y desde un margen alcanzamos el siguiente. Es una obra, quiero decir, que adquiere imprevistas y renovadas resonancias en la relectura. Está hecha, se diría, para acrecentarse en la relectura. Y ya no es casual que releída hacia atrás nos revele sus anticipaciones como otro afincamiento en nuestra margen de presente. Fuentes escribe en el escenario de la lectura, del lenguaje procesado y transformado por el presente sin fondo de leer un texto dentro de otro, una conversación bajo otra: escenifica la letra y la voz de la cambiante verbalización del mundo, de su permanente invención. Por ello, hay una dimension única de lo real hablándonos desde estos libros suyos. Si García Márquez necesitó cien años para escribir, como si fuese leída en unas horas, su novela milagrosa; y si Joyce necesitó un día para probar la banalidad del bueno de Leopold Bloom, Carlos Fuentes ha necesitado, en cambio, los quinientos años (con la excepción de su novela, pre-histórica, dedicada a Numancia, y un cuento, futurístico, sobre Adan y Eva, dos robots enamorados) de nuestra edad histórica para su espectacular temporalidad narrativa. Por eso, releemos sus libros no sólo como si fuesen todos recientes, sino como si estuviésemos leyendo el pasado en el futuro, y a nosotros mismos en un relato siempre por venir. Fuentes, quiero proponer, le ha dado actualidad a nuestra historia, al recobrar sus voces como si fuesen de mañana.
El presente conquistado
La historia deja de ser cronológica y gana otra edad discursiva, la de nuestra historicidad. En contra de las versiones traumáticas de la experiencia latinoamericana (que aseguran que nuestro ser histórico está por hacerse, que nuestra identidad “dependiente” ha sido incautada por los poderes dominantes, que nuestra hechura psicológica nos condena a la repetición del pesimismo, y que la colonia es el modelo que nos repite), la obra de Fuentes nos reafirma en el presente reconquistado por la lectura; revelando no las fáciles síntesis ni los meros pluralismos, sino la realización y el drama de la mezcla, la alegría y el riesgo de la diferencia, la apuesta por nuestro espacio, mapa y hábitat hecho en las afirmaciones plurales y su energía inquisitiva, su poder crítico que desmonta los programas de control hegemónico y diversifica radicalmente la representación de la historicidad del presente. De allí que el sentido de lo histórico se de como su actualización, que no es sino la política de la imaginación del cambio y la radicalidad de lo nuevo. Como bien dice Anthony Giddens: “La historicidad puede ser definida como el uso del pasado para ayudar a dar forma al presente... (Es) el conocimiento del pasado como medio de romper con él... La historicidad, de hecho, nos orienta precisamente hacia el futuro.” Es el caso extraordinario de La muerte de Artemio Cruz (1962), escrita en el albor de la revolución cubana pero exactamente como su revés: los comienzos de la promesa revolucionaria son vistos desde el fin de la experiencia revolucionaria mexicana, y así los tiempos del comienzo se leen, se descifran, en los tiempos del fin.
Una estrategia propia
Si los relatos y novelas de Carlos Fuentes ocurren como distintas versiones de la temporalidad, esa exploración es una ampliación de la naturaleza de la fábula. La calidad fabularia y fabulosa de estos libros se hace patente en la diversidad de sus fórmulas, en el cambiante registro de sus representaciones, en el diverso protocolo de su lectura. Pero esa exploración temporal es también una textualidad compleja. Cada libro proyecta una estrategia narrativa propia, que no se puede repetir en otro relato, y que se consuma como la forma misma de la fabulación. Podemos, por lo mismo, proponer la hipótesis de que estas obras se cumplen como una de las instancias paradigmáticas del cambio literario. Por ello, la innovación las distingue. Innovar implica renovar, recomenzar, reformular. Por eso, su primera obra maestra, Aura (1962) es una novela breve gótica que ocurre en el futuro; su obra más señera, La muerte de Artemio Cruz (insólitamente del mismo año), es una novela crítica y política que distribuye en cada persona narrativa (tú, yo, él) un tiempo complementario, que es espacio de asedio, acción y memoria; su obra mayor, Terra Nostra (1975), es una monumental construcción mitopoética, que suma los tiempos y los funde; y Cristóbal Nonato (1987), su novela más libérrima, hace del Apocalipsis una refundación humorística.
Teóricamente, las poéticas del cambio se dan frente a y en contra de las poéticas de la normatividad, esto es, de los códigos y cánones que configuran, por un lado, el horizonte de la repetición como sistema de referencias letradas; y, por otro, la matriz discursiva, el archivo de modos del discurso, que definen un estilo, una productividad, una modulación generica. La repetición es necesariamente estructurante, porque corresponde a las normas, los rituales y protocolos de la continuidad. Mientras que el archivo discursivo corresponde a las formas de habla, a la dicción de un estilo, y es modélico. Por eso, luego de haberse privilegiado la noción de cambio y desautomatización bajo la influencia de las vanguardias y de los formalistas rusos, se pasó a favorecer las nociones estructurales que privilegiaron los levantamientos cartográficos del enunciado y el significante. Y, más recientemente, a la luz de los cambios suscitados por la crítica de los modos de producción tecnológica, y gracias a los nuevos movimientos sociales y políticos, que cuestionan el programa de la modernidad, se han privilegiado las articulaciones socio-culturales. Las opciones son hoy menos polares, más inclusivas, y también más independientes de aparatos que totalizan la lectura. De varios de esos modos asumidos por el proceso crítico de leer se ha beneficiado la obra de Fuentes en su contexto internacional. Y es así que ha sido leída como parte del realismo mágico, como adelantada del relato postmoderno, como iniciadora de la nueva novela histórica... El propio Fuentes ha puesto en práctica una rearticulación de orillas remotas y contrarias, en ese tratado de sumas hispanoamericanas que es El espejo enterrado (1992), uno de los adelantos de la perspectiva crítica transatlántica.
Por lo mismo, la idea de que las vanguardias habían terminado, y que vivíamos el fin de la experimentación (una idea favorecida por el escepticismo conservador y el pragmatismo del término medio liberal) ha sido contestada por las reapropiaciones formales del posmodernismo; especialmente por Jean-François Lyotard cuando afirma que “en las diversas invitaciones a suspender la experimentación artística, hay un mismo llamado al orden, al deseo de unidad, de identidad, de seguridad, o de popularidad... para esos escritores nada es más urgente que liquidar la herencia de las vanguardias”. Ese patrimonio de la novela contemporánea, consagrado por la obra de Carlos Fuentes, es hoy nuestra instrumentación narrativa, tan fresca como ayer, capaz de nutrir de vigor el proyecto de una nueva novela, ese permanente mito del presente en que esta obra nos ha educado a leer más de lo que leemos.
Si la obra de Fuentes es un paradigma del cambio no es porque siga el dictamen modernista de la búsqueda de la originalidad a ultranza, sino porque sus formulaciones exploran las aperturas del texto y amplían las funciones representacionales. Es revelador el hecho de que sus novelas más innovadoras son aquellas que trabajan sobre espacios socio-históricos más codificados; como si la fractura de la sintaxis narrativa, de las atribuciones del lenguaje mismo, fuera el instrumento más seguro para desbasar y cuestionar lo que pasa por lo real; por ello, esas novelas no son gratuitamente experimentales sino aplicadamente exploratorias. Es el caso de La región más transparente (1958), que socava una sociedad convencional que reproduce el fracaso; de La muerte de Artemio Cruz , cuya fragmentación y diversificación busca subvertir el edificio del poder corrupto, las articulaciones de la política y la economía en el monopolio del estado; y de Cristóbal Nonato , que imagina un fin del mundo mexicano donde las formas del poder autoritario son puestas en entredicho por la libertad jocosa del lenguaje permutante. Esto no quiere decir que la innovación sea instrumental, sino que contradice la saturación de los lenguajes, la usurpación de los sentidos. Tiene, así, implicancia política, y fuerza emancipatoria. Se puede adelantar la conclusión de que estas novelas son poderosos aparatos contra la Retórica: descubren tras las representaciones su carácter construido, los lugares que sostienen a los discursos, el interés y la banalidad de los poderes en control, y también la fuerza de revelación y contradicción que hay en la búsqueda de una verdad no por improbable menos urgida de hacerse lugar en los discursos.
Pero, aun si acontece fuera del orbe social, la innovación en sí misma posee la fuerza impugnadora del deseo. ¿Cómo se podría haber escrito Aura al mismo tiempo que La muerte de Artemio Cruz sino fuese porque ambas responden con el deseo a la tiranía de la muerte? En una carta a Fuentes, Cortázar se mostró sorprendido por la coincidencia de ambas novelas en el mismo año, pues las encontró, como son, demasidado distintas, y prefirió el carácter fantástico de la primera. Pero son también íntimamente próximas, como si se hubiesen puesto de acuerdo para asaltar los límites, en un caso, de la subjetividad del amor más allá de la muerte; y en el otro, de la representación del poder desde su disolución. Cambiar, así, es desear; es proyectar en el espacio del deseo la estrategia de una celebración reafirmativa a través del simulacro, el espectáculo y el diálogo, para recuperar con el puro flujo del arte la mutualidad de la cultura, sus magias imparciales y alegrías filiales. Le debemos, a él y a su obra, esa lección de integridad creativa; su fidelidad a la promesa, tan nuestra, de cambiar este mundo a partir de la próxima lectura.
Julio Ortega es ensayista y escritor peruano, profesor de estudios hispanoamericanos en la Universidad de Brown (Estados Unidos).
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