Imaginaria agradece a María Beatriz Medina —Directora Ejecutiva del Banco del Libro de Venezuela— la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de este artículo.
La mayoría de los lectores de esta publicación, como yo mismo y las personas con las cuales hablo acerca del tema, están en contra de la censura en los libros infantiles. Como yo, hacen muecas de horror al enterarse de que funcionarios sindicales en British Columbia intentan prohibir un libro ilustrado que trata de la tala de árboles porque podría predisponer a los niños contra los leñadores, o de que una junta educativa al oeste de Canadá prohibe un cuento de Robert Munsch que trata de un maestro y un director que no logran que un niño se ponga un traje especial para la nieve, aduciendo que socava el respeto que deben sentir los jóvenes lectores por quienes detentan la autoridad (es decir, maestros, directores y juntas educativas) (*).
Nos reímos de estas medidas —evidentemente desacertadas— de supresión porque tenemos fe, no sólo en la importancia del principio democrático de la libertad de pensamiento y expresión, sino también en el sentido común de la mayoría de los niños. Creemos que ellos son suficientemente astutos (o posiblemente demasiado rígidos) para ser subvertidos tan fácilmente como se imagina la mayoría de los censores o pseudo-censores.
Sin embargo, en mis conversaciones con otras personas acerca de estos asuntos, siempre llega un momento en que hasta los más reacios opositores de la censura se vuelven censores, convirtiéndose en versiones de aquello que atacan ferozmente. He llegado a la conclusión de que cuando se trata de libros para niños, todos somos censores. Nosotros, los que estamos en contra de la censura, probablemente nos convertimos censores de libros que difieren de nuestros propios valores (teóricamente opuestos a la censura), libros que atacan la libertad individual o que refuerzan los estereotipos sexuales. Alguien que se enfurezca ante cualquier intento de prohibir los libros anti-leñadores probablemente exigirá que otros libros sean censurados por anti-ambientalistas.
Esto quizás no sea sorprendente, pero sí peligroso. Sugerir que tenemos el derecho a dar por terminada una discusión acerca de cualquier tema o a prohibir cualquier libro equivale sencillamente a manifestar que la censura es, en algunos casos, apropiada; y si esto es así ¿quién es el encargado de distinguir entre un caso y otro?
Quisiera aclarar que mi posición respecto a estos asuntos es extremadamente sencilla; algunos dirían que es simplista. No hay absolutamente nada que una persona pueda decir que amerite una prohibición. Sin importar cuán ofensivo, cuán estrecho de mente, cuán peligroso se considere que sea. Aunque sea sexista o racista, o se refiera a equivocadas representaciones neo-nazistas de la historia. Ni la pornografía. Nada.
Pero esto no implica que los fanáticos, necios y pervertidos tengan derecho a no ser cuestionados. Al contrario: deben ser cuestionados. Si logramos evitar que lo digan, perdemos la oportunidad de cuestionarlos; y la historia nos enseña que el mal y la locura reprimidos sencillamente aumentan y se tornan más peligrosos. Se convierte en algo prohibido y tentador. Crece y empeora. No, es mejor que se diga, para que a la vez nosotros ejerzamos la libertad de señalar cuán ridículo o peligroso es, con la certidumbre de que si nuestros argumentos en contra son lógicos y bien fundamentados, algunas personas aceptarán la validez de nuestras conclusiones al respecto. Creer lo contrario sería una arrogancia sin sentido.
Por ello, nada debe ser censurado ni suprimido; y eso incluye —posiblemente antes que todo—, los murmullos de censura de los censores en potencia. Porque si verdaderamente estamos en contra de la censura, no nos queda otra alternativa que permitir a los censores ejercer la libertad de expresión. Si realmente somos tolerantes, debemos tolerar su intolerancia, para así poder condenar su equivocación.
Todo esto suena bien y es cierto, dirán ustedes; por supuesto que debemos permitirle a la gente decir lo que desea. Pero el derecho que tienen las personas a decir lo que piensan no significa que las demás tengan la obligación de escucharlas, sobre todo si “las demás personas” a las que nos referimos son los niños. Por eso, está bien, dejemos que los escritores expresen su racismo o antiambientalismo; siempre y cuando tengamos el derecho a no escucharlos, y más que eso, tengamos el derecho de mantener sus perversiones enfermizas lejos del alcance de los niños que están bajo nuestra responsabilidad.
James Moffett, en su controversial libro Storm in the mountains, habla sobre el intento de prohibir —en West Virginia— la serie de textos sobre artes del lenguaje que él había editado. Allí sugiere que la censura se origina en lo que denomina agnosis (“deseo de no saber”). Esta es una posición personal aceptable, sobre todo cuando la asumen adultos que en realidad sí saben, pero sencillamente no están interesados. Supongo que ese es el fundamento para seleccionar lo que vamos a leer; como por ejemplo, buscar libros de ciencia ficción parecidos a los que ya hemos disfrutado, o rechazar la pornografía. No obstante, si se trata de los niños, la situación no es tan sencilla.
En lo que respecta a niños, muchos de nosotros ponemos en práctica cierto tipo de agnosis. Rechazamos algunos libros porque pensamos que pueden enseñar a los niños algo que nosotros ya sabemos, pero que no deseamos que ellos sepan.
Generalmente no queremos que tengan ese conocimiento porque creemos que puede dañarlos o pervertirlos; es decir, que el conocimiento del mal los hará “malos”. Esta posición no toma en cuenta un hecho importante: nuestro propio conocimiento del mal no nos ha hecho “malos” a nosotros. En general ocurre lo contrario, cuando nos encontramos con un estereotipo sexista, no nos convertimos en acérrimos chauvinistas, sino en feministas furiosas(os). Nuestra respuesta habitual ante el descubrimiento de textos nocivos es un acceso de rectitud escandalizada.
Pero esto sucede debido a que ya sabemos identificar los estereotipos por lo que son; podría sostenerse (y de hecho es así) que mentes más débiles o inmaduras que las nuestras carecen de esta capacidad. En otras palabras, los niños aceptarían los estereotipos inconscientemente, y por eso debemos protegerlos para que no lean libros que los contengan.
Pero vivimos en un mundo no sólo repleto de libros con los cuales estamos en desacuerdo, sino también de publicidad por televisión, narcotraficantes, vendedores por teléfono, políticos, evangelistas y niños cuyos padres tienen valores distintos a los nuestros. Mantener apartados a los niños de las ideas y los valores que no nos gustan resulta prácticamente imposible. En vez de tratar de protegerlos suprimiendo los materiales potencialmente peligrosos, sería más lógico ayudarlos a aprender la importancia de ser menos confiados. Mi hija asumió la responsabilidad de identificar el sexismo en los libros de texto que leía cuando el mundo la hizo tomar conciencia de su sexo, y sus padres la ayudaron a ser consciente de la opresión que enfrentaría debido a ello. Desde entonces, ella puede ver hasta el certamen “Miss Estados Unidos” sin un deseo aparente de transformarse en una egomaníaca con cerebro hueco.
Supongamos que no hubiéramos enseñado a Alice —mi hija— a reconocer los estereotipos sexuales. A pesar de las fervorosas convicciones de los adultos acerca de cuáles libros no deben leer los niños, hasta ahora no he conocido a nadie —ni una sola persona— que admita que aprendió a ser malvada o violenta por la maldad y violencia contenida en los libros que leyó en su niñez. Puedo citar un ejemplo que demuestra lo contrario: una alumna del curso de literatura para niños que dicté este año me mostró un libro que atesora porque le había encantado cuando era niña. Hoy en día, lo mantiene oculto porque le parece insoportablemente racista y no quiere que sus hijos lo lean y se contaminen con él. El libro sí es muy racista; se llama 10 Little Negroes y habla de “Sam Chocolate” y su esposa Ébano, que se sienten “orgullosos como mapaches” de su familia cada vez más grande de “negritos”. Pero al contrario de lo que sugiere la imperiosa compulsión de esta estudiante por suprimir el libro, este no la había convertido en racista. A pesar de ser una niña en aquel entonces, no había sido víctima del delito que —imaginaba— el libro cometía en los demás.
Tengo que preguntarme si estos delitos se cometen en realidad, es decir, si los libros por sí solos juegan una parte importante en la formación de nuestros valores menos loables. Sí, los libros confirman lo que sospechamos acerca de nuestro mundo, o posiblemente hacen que lo cuestionemos; incluso podrían ofrecernos nuevas opciones para que las tomemos en cuenta. Pero indudablemente tomamos nuestras decisiones basándonos en lo que ya sabemos y en lo que ya somos. Si los libros o la televisión enseñan a los niños lo que sus padres o personas responsables de su crianza preferirían que ellos no aprendiesen, sólo puede deberse a dos motivos: o los niños son inherente e ineludiblemente malvados, a pesar de los intentos de sus tutores por convertirlos en buenos (yo me rehuso a aceptar esta conclusión); o bien los padres de los niños no ofrecieron a sus hijos un contexto desde el cual poder rechazar el mal.
Por lo tanto, sospecho que los libros son siempre menos significativos para nuestra educación que los valores que nos inculcan quienes nos cuidan y nutren; ya sean los valores en los cuales ellos dicen creer y se esfuerzan por inculcar, o bien los que en realidad ponen en práctica y nos enseñan. También sospecho que es esto último lo que realmente enseña a tantos niños a amar la violencia y a no preocuparse por los demás, aunque muchos de nosotros culpamos de ello a la televisión y a los cómics. Los programas de televisión y los libros dirigidos al gran público debe tener popularidad para ser rentables, y sólo conservan su popularidad si reflejan los valores conservadores de la sociedad, es decir, si confirman la realidad en la cual la mayoría de las personas se imagina que habita. Si afirmamos no compartir esa versión de la realidad, pero no nos esforzamos para que los niños que están bajo nuestra responsabilidad se percaten de las objeciones que hacemos a los valores inherentes a esta, no debe sorprendernos que los niños tomen esos valores de la televisión y los libros.
Fotografía de Liliana Gelman.
Para efectos de la discusión, voy a fingir que lo que acabo de argumentar es erróneo en este caso específico; es decir, que las palabras que leemos sí tienen una influencia ineludible sobre nosotros, y que independientemente de la posición que usted tenía cuando comenzó a leer este ensayo, para ese momento ya lo he convencido de que tengo razón en todo. Mi prosa insidiosa ha hecho bien su trabajo, y triunfó sobre todas sus convicciones previas. Logré persuadirlo: la censura es siempre un error.
Sin embargo, sospecho que usted continúa siendo un censor. Como señalé anteriormente, en lo que respecta a los libros infantiles, todos somos censores; pero la cuestión que hace que nos volvamos más censores que nunca no tiene que ver con los valores, con la violencia, ni con el estereotipo sexual que he discutido hasta ahora. Tiene que ver con la edad.
Independientemente de que seamos padres, maestros, bibliotecarios, o especialistas en literatura para niños, la mayoría de nosotros sólo quiere determinar una cosa acerca de cualquier libro para niños que cae en nuestras manos: ¿está dirigido a niños de qué edad? Y aunque sostenemos que nos interesa encontrar la edad apropiada, casi siempre dirigimos nuestros esfuerzos para definir la edad errónea. “¿Este libro es muy sencillo para un niño de cuatro años?”, preguntamos. O bien, “¿Es demasiado avanzado para un niño de ocho años?”
Prácticamente toda discusión entre adultos acerca de libros para niños confirmará que este enfoque es el que prevalece. Encontré los siguientes comentarios en una revisión rápida de una edición reciente de CM: A Reviewing Journal of Canadian Material for Young People, publicación cuya intención es orientar a los profesionales encargados de hacer adquisiciones para bibliotecas escolares y públicas:
“Se recomienda para niños de hasta aproximadamente ocho años de edad (pero no para edades superiores). Debe resultar atractivo para niñas en los grados básicos superiores (pero no para quienes estudian segundo o doceavo grado, y parece que cualquier niño lo suficientemente confundido como para que le guste debe ser sometido a terapia).”
“La complejidad del vocabulario, el contenido emocional y los elementos psicológicos lo hacen inapropiado para lectores por debajo del nivel intermedio.”
“Está repleto de palabras, hasta 200 palabras por página, lo cual es excesivo para los aficionados a los libros ilustrados.”
“Los jóvenes lectores podrían tener dificultad en comprender los cambios súbitos de tiempo… La narrativa también representaría un desafío para los jóvenes lectores, ya que no estarán familiarizados con muchas de las expresiones.”
Hasta las recomendaciones positivas se expresan por medio de comentarios llenos de censura acerca de las edades en las cuales un niño no debe leer un libro: “Hay demasiado texto, a veces se trata de un relato oscuro y alarmante, y las ilustraciones son tan intrincadas como tapices; pero si se lee en voz alta o se recomienda a un lector lleno de confianza, sin duda será disfrutado.”
Estos revisores dan por sentado que lo más importante de su tarea es determinar qué público no debe tener acceso a estos libros. En otras palabras, son censores.
Sin embargo, estoy seguro de que se sentirían ofendidos si los llamara de esa forma. Apuesto que la mayoría —si no todos— propugna la libertad de expresión y es enemiga acérrima de la censura. Apuesto que estos revisores calificarían la práctica que he definido como censura en términos muy distintos. Probablemente la llamarían “selección de libros”, considerándola una consecuencia necesaria de nuestra preocupación como adultos por el bienestar de los niños que están bajo nuestra responsabilidad.
Pero así como “literatura erótica” es un nombre que designa a la pornografía que aprobamos, “selección de libros” es un nombre que designa a la censura que aprobamos. Aunque resulta igualmente sospechosa.
Por ejemplo, esas caracterizaciones de las habilidades de niños de edades específicas rayan peligrosamente en los estereotipos insensibles inherentes al sexismo y al racismo. Los niños reales pocas veces pueden ser descritos con generalizaciones acerca de las capacidades o los intereses que deben tener a edades específicas; es decir, lo que para un niño de cuatro años resulta difícil, puede resultar sencillo para otro de la misma edad, dependiendo de su carácter, su inteligencia y experiencia, y esto sucede tanto con los libros como con la vida. Al prohibir en una forma generalizada, privamos a muchos niños de experiencias estimulantes y placenteras que sí están en capacidad de manejar.
Pero supongamos por un momento que un número significativo de niños no esté capacitado, y que un libro específico contenga gran cantidad de palabras con las cuales muchos niños no están familiarizados. Sería mejor considerar esto no como un motivo para prohibir el libro, sino como una oportunidad para enseñarle a los niños no sólo esas palabras en particular, sino el placer de aprender nuevas palabras en general. La selección de libros que se orienta a partir del criterio de que niños de cierta edad no están listos para ellos es sumamente antipedagógico, ya que es una forma de evitar que los niños aprendan cosas que nosotros suponemos que desconocen.
Pero estoy seguro que no los convenceré de eso tan fácilmente como pretendí hacerlo anteriormente. Las suposiciones acerca de la naturaleza de la niñez que apuntalan esta obsesión con las capacidades de los niños de acuerdo a sus edades están tan arraigadas en nuestras actitudes culturales que han adquirido estatus de verdades incuestionables; al igual que la convicción de que nosotros los adultos estamos obligados a proteger a los niños de lo que nos parece inapropiado para ellos. Si todos somos en cierta forma censores de libros para niños, es porque nuestras suposiciones acerca de la niñez —y por tanto acerca de la literatura para niños— tienen una carga de censura.
Incluso la existencia de una serie de textos designados como literatura infantil representa una forma de censura. Esta literatura no existía hace unos cien años, y por un buen motivo: no se creía que los niños fueran lo suficientemente distintos de los adultos como para requerir una literatura aparte. La necesidad de este tipo de literatura surgió cuando los niños comenzaron a demostrar necesidades significativamente diferentes, necesidades definidas casi siempre en términos de su vulnerabilidad relativa, y de la consecuente obligación de los adultos de protegerlos de un conocimiento cabal del mundo que resultara peligroso. No parece sorprendente que los primeros libros para niños, surgidos en Europa a finales del siglo XVI, fueran ediciones expurgadas de los clásicos; es decir, libros censurados.
Desde la aparición de la literatura infantil, esto ha continuado invariablemente. C. S. Lewis dijo que a él le gustaba escribir libros para niños porque “esta forma permite —u obliga a— no incluir las cosas que prefiero dejar afuera”. Por definición, la literatura para niños es una literatura que deja afuera algunas cosas, es decir, las censura.
Las suposiciones acerca de la naturaleza infantil que están soterradas bajo la mentalidad censora continúan ejerciendo un gran poder. La mayoría de nosotros pensamos que los niños son inocentes, es decir, que ignoran cuáles son las restricciones de la madurez adulta, y por lo tanto son salvajemente primitivos y tienden hacia el mal; o en su lugar, que no han sido manchados por la corrupción adulta y por lo tanto son deliciosamente puros y deben ser protegidos. Ambas actitudes sugieren la necesidad de aislar a los niños, ya sea de la inmodestia corruptora de la sexualidad adulta o de las limitaciones corruptoras de la racionalidad adulta.
En otras palabras, la niñez tal como la entendemos exige que los adultos se comporten como censores; los niños pueden continuar siendo niños sólo mientras los adultos censuren sus percepciones acerca del mundo adulto. Y parece que tenemos una profunda necesidad de que la niñez se prolongue lo más posible. La respuesta de muchos adultos ante mis recomendaciones positivas de libros para niños con contenidos que consideran inapropiados es la siguiente: “Seguro que podrían comprenderlo, pero ¿por qué tienen que leer acerca de cosas terribles cuando son tan jóvenes? Ya se enterarán de eso con el tiempo”.
Es por eso que nos preocupamos tanto por esas categorías etarias: mientras los niños no sufran esas abruptas y aparentemente mágicas transformaciones de una subespecie a la siguiente, de una etapa a la siguiente, sencillamente no están en capacidad de absorber más que la cantidad limitada que permite la etapa en la cual se encuentran en un momento dado, del mismo modo que las orugas no pueden volar. Pensamos que exponerlos causaría un cortocircuito en sus mentes, y quemaría unos fusibles cognoscitivos. Sus cabezas podrían explotar.
Al censurar libros, en realidad intentamos evitar esas explosiones. Muchas de las personas con las cuales hablo acerca de estos temas están convencidas de que facilitar a los niños libros que no son apropiados para la etapa en que se encuentran —es decir, que no son lo suficientemente sencillos— de alguna manera ahogará cualquier deseo de pensar algo o leer otro libro.
De nada sirve que estos adultos admitan que ellos mismos han leído libros con palabras desconocidas, sin que esto les causara daños serios; y que leyeron palabras como “onomatopeya” o “diploblástico” y sobrevivieron, sin haber explotado. No sólo sobrevivieron, sino que siguieron leyendo. Antes de persuadirlos de que deben confiar en sus propias experiencias, por encima de sus convicciones teóricas acerca del significado de las edades y las etapas, debo cuestionar esas etapas.
En realidad se trata de algo que resulta sencillo cuestionar. La idea según la cual la niñez consta de una serie de etapas relacionadas con edades específicas es una versión de las teorías cognoscitivas del psicólogo suizo Jean Piaget, y a menudo la versión que se expresa es incorrecta. Piaget nunca sugirió que las relaciones entre las etapas de desarrollo y la edad cronológica de los niños fueran tan rígidas como creen muchos de sus seguidores, o que la información debía mantenerse alejada de los niños según etapas específicas, porque ellos no pueden manejar ideas o experiencias desconocidas. Todo lo contrario: Piaget resalta que los niños necesitan asimilar nuevas ideas y experiencias antes de pasar a una nueva etapa, y que pueden lograr esto si cuentan con la información, y no sencillamente porque alcanzaron un punto cronológico mágico.
Por otra parte, Piaget sí afirmó que era imposible que los niños aprendiesen conceptos que él definió como fuera del alcance de su etapa actual de desarrollo, una idea que la investigación más reciente sobre desarrollo cognoscitivo ha cuestionado seriamente. Versiones ligeramente distintas de los experimentos en los cuales Piaget basó sus teorías han demostrado que los niños pueden alcanzar formas de pensar que teóricamente resultan imposibles a etapas asombrosamente tempranas.
Las investigaciones contemporáneas también cuestionan la suposición de que el desarrollo consiste en una serie de cambios periódicos de un estado específico a otro. Estudios recientes sugieren que el aprendizaje ocurre gradualmente, en una serie continua de pequeños pasos, siempre y cuando existan nuevas experiencias para que los niños (y los adultos) aprendan de ellas. Aunque sí parecen existir las etapas esbozadas por Piaget, estudios sugieren que éstas podrían ser impuestas culturalmente como resultado de elementos tales como edades de ingreso a la escuela y nuestras creencias adultas del tipo de experiencias que pueden procesar los niños; como manifestó Barry J. Zimmerman: “lo que parece ‘normal’ desde el punto de vista de la maduración en el proceso cognoscitivo y en el desempeño refleja, si se le examina más de cerca, un sistema culturalmente impuesto de ‘estímulos y frenos’ ”.
De acuerdo con el psicólogo cognoscitivo Charles Brainerd, “las objeciones empíricas y conceptuales a las teorías (de Piaget) se han vuelto tan numerosas que ya no pueden seguir siendo consideradas como una fuerza positiva en las investigaciones sobre desarrollo cognoscitivo”. Sin embargo, Brainerd agrega que “su influencia continúa siendo muy profunda en los ámbitos de la educación y la sociología”, y también, por supuesto, en la discusión que puedan generar los libros infantiles. No hay motivo alguno —excepto, quizás, la rigidez con que adoptamos una teoría claramente pasada de moda— para no seguir el rumbo señalado por los psicólogos cognoscitivos, y dejar de utilizar concepciones insostenibles acerca de las etapas infantiles como base para rechazar un libro para niños. Sobre todo cuando las “etapas” que nos imaginamos logran convertirse en profecías que se autocumplen. Los niños privados de información por parte de adultos que los suponen incapaces de absorberla resultan ser tan egocéntricos e ilógicos como sugiere que lo serán la teoría de las etapas. Al negarles el conocimiento, los niños continuarán siendo ignorantes.
Por supuesto que la ignorancia es sólo otra palabra, menos positiva, para la “inocencia”, la cual nos lleva de vuelta a las otras suposiciones acerca de la niñez que manifesté anteriormente, que nos hacen rechazar libros que creemos corromperán o hasta pondrán fin a la inocencia infantil. Para respaldar mi posición acerca del peligro de ciertas suposiciones en torno a la censura, me veo en la necesidad de argumentar que los niños no son ni deben ser inocentes.
Argumentar que la niñez no es específicamente una época de inocencia es fácil, tristemente fácil. Si en vez de considerar nuestros ideales y mitos acerca de la niñez empleamos el conocimiento que tenemos de los niños en la realidad, rápidamente nos percatamos de que hay un número sorprendentemente bajo de niños efectivamente inocentes. Aquellos cuyo sustento depende de adultos que les pagan por sus servicios sexuales indudablemente no son inocentes, ni aquellos sometidos a abusos sexuales o físicos por parte de sus familiares. Los niños que mueren de hambre en las calles de los países del Tercer Mundo y con demasiada frecuencia en las callejuelas de los del Primer Mundo, tampoco son inocentes: no tienen tiempo para ser inocentes si han de sobrevivir. Tampoco los que viven bajo un techo pero en una pobreza tan extrema que duermen hacinados con sus padres y hermanos mayores tampoco son inocentes, ni tampoco los hijos aparentemente protegidos de alcohólicos adinerados, maníaco-depresivos o ejecutivos corporativos crónicamente ausentes del hogar.
Tampoco son particularmente inocentes los numerosos niños con suficiente suerte para no estar incluidos en este terrible catálogo de vicisitudes. No lo son si ven televisión, o si tienen contacto con otros niños que la ven; no lo son si interactúan en algún momento con otros seres humanos que pueden equivocarse, incluyendo aquellos que tanto se esfuerzan por mantener su inocencia.
Pero podría argumentarse que esas son exactamente el tipo de experiencias brutales y destructoras que los niños no deberían tener. Esas experiencias forjan y perjudican a las personas, por lo que proteger a los niños de las mismas, posiblemente es una forma de mantenerlos sanos y saludables. Este tipo de agnosis parece ser buena para los niños.
Pues bien: ¿deben ser inocentes los niños? Sí, evidente e idealmente, sí; deben ser inocentes ante la presencia del hambre, del caos emocional, de la explotación por parte de los adultos ávidos de sexo y violencia. No tengo intención alguna de argumentar que el hambre y la explotación y la violencia son buenos para los niños; no son buenos para ningún ser humano.
Por otra parte defiendo que el conocimiento de estas cosas es bueno para los seres humanos, incluyendo a los niños. Si sabemos algo, podemos pensar en eso aunque no lo hayamos experimentado jamás. Y pensar en el mal es sin duda nuestra mejor defensa contra éste.
Al menos, por supuesto, que creamos que el mal es inherentemente más atractivo que el bien. Yo no lo creo. Creo que todo lo que se relaciona con el mal y la violencia es repugnante, y no hay que pensar mucho para descubrir en toda esta “sobreoferta de mal” los límites voluptuosos de cierta autocomplacencia perversa; siempre y cuando uno haya desarrollado estrategias de pensamiento.
Asimismo, creo que si a los niños se les brindara conocimiento de este tipo de cosas y estrategias para pensar en ellas, podrían llegar a conclusiones —no necesariamente iguales a las conclusiones que yo podría llegar—, pero sus conclusiones serán sutiles y bien pensadas, y tomarán en cuenta la mayor cantidad posible de elementos. Las teorías del desarrollo moral —como la de Lawrence Kohlberg— que sugieren que los niños en realidad no son capaces de pensar así, no sólo dependen de suposiciones piagetianas hoy en día insostenibles, sino que son objeto de serios y merecidos ataques por ser chauvinistas desde el punto de vista masculino, así como eurocéntricas; ya que premian las actitudes de creadores europeos como las de mayor jerarquía en la evolución moral. Llegó el momento de dejar a un lado estas teorías y tratar de ayudar a niños de todas las edades a ser tan sutiles en su pensamiento moral como nos gusta creer que somos nosotros.
Cuando menos, si damos a los niños conocimiento del mundo, podremos discutirlo con ellos, y comunicarles nuestras propias actitudes. En cambio, si preferimos mantenerlos ignorantes de todo lo que rechazamos (teóricamente porque los estamos protegiendo de eso), perderemos la oportunidad de sostener este tipo de; discusiones. Al mismo tiempo, es probable que los niños discutan estos asuntos tan interesantes entre sí. Pueden llamarme elitista, pero tengo más fe en la solidez de mis propios valores que en los que pueden idear un grupo de niños de cuatro años, o jóvenes de catorce años, que han sido mantenidos en la ignorancia del pensamiento maduro para proteger su inocencia. Cualquiera que como yo haya aprendido en el parque y en la calle tantas cosas sobre temas como el sexo y lo que realmente quieren las mujeres, a falta de discusiones públicas o con nuestros padres sobre estos temas, comprenderá por qué he llegado a esta conclusión: la ignorancia no es precisamente una bendición, y raras veces es inocua.
De hecho, estoy convencido de que son más dañinos quienes ignoran lo que seres pensantes y morales consideran malvado, que quienes tienen conocimiento acerca de esas cosas; es la ignorancia —y no el conocimiento— lo que destruye el paraíso.
La verdadera inocencia no es ignorante. Permanecer inocentes, es decir, tratar de no hacer el mal, exige conocer el mal. Por lo tanto, el conocimiento protege a la inocencia: sólo los que están armados de nociones éticas y prácticas acerca del comportamiento propio y del comportamiento de los demás, poseen recursos para ser buenos. Y estoy convencido de que esto es particularmente cierto en el caso de los niños.
No siempre tuve tan buen sentido de las cosas. Lo aprendí de mis hijos. Cuando eran más pequeños, Josh, Asa y Alice seleccionaban los libros que les atraían o que querían que les leyésemos de un estante que contenía todos los libros para niños que había en la casa. Era una selección ecléctica: contenía no sólo los que yo consideraba que eran buenos libros, sino también los que había comprado para usar en mis clases de literatura para niños como ejemplos de mala literatura, y a veces, los que consideraba que manejaban valores inapropiados, tontos, o superficiales. Para mi mortificación, los niños a menudo seleccionaban y disfrutaban de mis ejemplos de libros malos, y a pesar de mi abierta oposición a la censura, no puedo negar que sentí la necesidad de restringir lo que escogían.
Pero luego me di cuenta de que los niños nunca parecían interesarse o dejarse influenciar mucho por los “malos” valores, y seleccionaban tanto los buenos ejemplos como los malos. El acceso a las tentaciones del mal no pareció alejarlos de la apreciación de lo que sus padres les enseñaron que era bueno. Por eso, me tragué mi mortificación y permití que escogieran lo que desearan.
Esto no cambió mucho después que aprendieron a leer y tuvieron mayor libertad a la hora de escoger sus lecturas. Al dejar de estar limitados a los libros para niños o a los otros libros que teníamos en la casa, leían lo que deseaban; si bien en ocasiones debí luchar con mi conciencia para permitírselos.
¿Cuál fue el resultado? El libre acceso al conocimiento no convirtió a ninguno de mis hijos en monstruo, al menos según mi definición de monstruo. Hoy en día son adolescentes y ante los ojos de su orgulloso padre actúan como seres sensibles, humanitarios, responsables y felices: son seres humanos morales, a pesar de —aunque yo creo que fue a causa de— su amplio y temprano acceso al conocimiento del mal, la lujuria, el dolor, la anatomía, la vulgaridad y la violencia.
Gracias a este acceso, es obvio que mis hijos nunca fueron las criaturas “aniñadas” que los adultos decimos admirar. Desde muy temprano, su conocimiento les mostró su propio poder: su derecho a ser escuchados y a ser tomados en serio, y su libertad para evaluar el comportamiento de los demás, incluyendo los adultos, con una mirada considerada y a veces crítica. No puedo negar que esas cualidades ocasionalmente han causado angustia y hasta enfurecido a algunos de sus maestros y profesores. Un número sorprendente de estos me ha dicho que los niños deben respetar siempre a los mayores, independientemente del tipo de abuso, estupidez, o estrechez de mente que decidan poner en práctica. De hecho, son estas conversaciones preocupantes con individuos insensibles y defensivos —que profesionalmente se ocupan del cuidado de los jóvenes— las que confirmaron mi confianza en que el conocimiento que adquirieron mis hijos sobre el mal y la capacidad para pensar en él de forma analítica les ha servido de protección.
Eso no implica que jamás rechazaría un libro o programa de televisión u obra teatral. Mi sugerencia de dar a los niños más libertad para escoger incorpora una condición muy importante: que este proceso tenga lugar en un contexto de un interés activo —por parte de los adultos— por la vida de los niños y por la lectura, y como parte de un esfuerzo activo de estos por enseñarles todas las capacidades de respuesta crítica y análisis que nosotros mismos poseemos. Si no se hace en este contexto, los niños sí podrían ser influenciados por libros y programas de televisión tontos y superficiales o llenos de maldad. De hecho, eso ocurre. Por ello, nosotros como adultos tenemos el derecho —en realidad la obligación— de informar a los niños lo que consideramos es malvado, inmoral, vulgar o sencillamente tonto, sin negarles al mismo tiempo el acceso a ello.
Por eso, mis hijos han tenido que escuchar a sus padres discutir acerca de la estupidez de algunos libros que a ellos les gustaban, aunque les permitíamos disfrutar de esa estupidez. Cuando eran más pequeños, a menudo me negaba a leerles libros que no me gustaban, por ejemplo, libros que dejaron de interesarme después de haberlos leído cien veces, o cualquier cosa de los Ositos Cariñosos. Ellos podían ver esos libros por sí solos todas las veces que quisieran, pero no sin antes escuchar mis opiniones al respecto. Asimismo, tenían que escuchar a su padre y a su madre hablar con sarcasmo sobre las tonterías de algunos programas de televisión que veíamos con ellos, con lo cual aprendían a defender sus propios gustos o a compartir el sarcasmo. Me complace decir que ellos aprendieron rápidamente a hacer ambas cosas, y aunque hoy en día sus gustos y opiniones a menudo difieren de las de sus padres, comparten nuestro placer e interés por discutir estos asuntos.
En otras palabras, nos esforzamos por enseñarles que hay opiniones distintas sobre ciertas experiencias que les daban placer. No sólo tenían que reconocer la existencia de estas opiniones distintas; también tenían que aprender a pensar, para de ese modo defender —o incluso cambiar— sus propios gustos e intereses. Su inocencia estaba acorazada, no sólo por el conocimiento, sino por haber aprendido formas responsables de pensamiento.
Algunos dirán que este nivel de participación por parte de los adultos no es posible para todos, que no todos son especialistas en literatura para niños, que muchas personas encargadas de cuidar un niño tienen otras responsabilidades y sencillamente no tienen tiempo para leer los libros que leen los niños bajo su responsabilidad, o para ver los programas de televisión que ven dichos niños, y mucho menos para discutir esas experiencias con sus hijos. Pero uno no necesita ser especialista en la materia para comunicar a los niños la reacción que uno siente ante un libro, basta con tener la disposición para responder con honestidad, y ser consecuente con esa respuesta. Y en cuanto a los que no tienen tiempo para este tipo de conversaciones, no estoy tan dispuesto a absolver a gente que por lo menos debería sentirse culpable por su falta de participación. Los niños sí requieren cuidado, y un cuidado responsable consume tiempo y esfuerzo; por ello hay que hacer un esfuerzo por leer y comentar un par de libros sobre ardillas y princesas de cuentos de hadas, si esto contribuye a que los niños bajo nuestro cuidado no absorban valores que nos parecen aborrecibles y, con el tiempo, no terminen siendo el tipo de personas que afirmamos despreciar. Creo que esto es precisamente lo significativo.
Más aún, estoy convencido de que son pocas las personas con niños a su cargo que no participan en su vida intelectual e imaginativa por insensibilidad o falta de interés. Una vez que han desechado su fe en el valor o inevitabilidad de la ignorancia infantil, los adultos con los que he conversado estos asuntos aceptan tranquilamente la responsabilidad de darle a los niños un conocimiento más amplio del mundo y orientarlos para que desarrollen una forma más sabia de comprenderlo.
Y lo hacen porque esto les enseña una cosa sumamente importante: al darles libertad y responsabilidad para escoger por sí mismos, la mayoría de los niños escogen sabiamente. En su descripción del columpio de cuerdas en el establo de Zuckerman contenido en Charlotte’s Web, E. B. White indica que los padres siempre se preocupan de que los niños accidentalmente se caigan del columpio y se hagan daño. Pero según White, “los niños casi siempre se aferran más tenazmente a las cosas de lo que creen sus padres”. Yo también lo creo, se aferran tanto a las cuerdas como a los valores de quienes velan por ellos, pero no nos corresponde a nosotros los adultos aferrarnos por ellos para inculcarles un falso sentido de seguridad.
Nota
(*) Una persona que leyó los borradores de este ensayo sugirió que los ejemplos de actitudes censoras que utilicé son tan absurdos que los lectores de épocas posteriores y de otros lugares podrían pensar que las inventé a manera de chiste. No lo hice, y no son chistes. De acuerdo a la información suministrada por el “Book and Periodical Council for Freedom to Read Week 1992”, las escuelas en Lloydminister, situada en la frontera entre Albert y Saskatchewan, retiraron las copias del libro Thomas’ Snowsuit de Robert Munsch de sus bibliotecas escolares entre 1989-89, temiendo que el libro socavaría la autoridad de los directores de planteles en general. Para comienzos de 1992, el libro todavía no estaba disponible en dos escuelas de Lloydminister. Mientras tanto, en febrero de 1992, muchos diarios canadienses informaron que los miembros del sindicato IWA-Canadá en la Costa del Sol, al norte de Vancouver, habían exigido que el libro Maxine’s Tree de Diane Leger-Haskell (Orca, 1990) fuese retirado de las bibliotecas escolares, tildando el libro de “ofensivo para los leñadores”. Parece que uno de los miembros del sindicato exigió esta medida después que su hija de seis años leyó el libro en la escuela y llegó a la casa a decirle, “Lo que tú haces es malo, papá” (Globe and mail, febrero 1992).
Perry Nodelman es un especialista, docente y escritor canadiense de literatura infantil y juvenil. Es Doctor en Literatura Victoriana por la Universidad de Yale (1969) y desde 1975 se especializó en la enseñanza y escritura de literatura infantil. Durante 37 años (1968-2005) fue profesor del Departamento de Inglés de la Universidad de Winnipeg y ahora es Profesor Emérito.
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Ficciones: Un cuento de Saki (“El cuentista”).
Reseñas de libros: Historia de un niñito bueno. Historia de un niñito malo, de Mark Twain.
Estos revisores dan por sentado que lo más importante de su tarea es determinar qué público no debe tener acceso a estos libros. En otras palabras, son censores.
Sin embargo, estoy seguro de que se sentirían ofendidos si los llamara de esa forma. Apuesto que la mayoría —si no todos— propugna la libertad de expresión y es enemiga acérrima de la censura. Apuesto que estos revisores calificarían la práctica que he definido como censura en términos muy distintos. Probablemente la llamarían “selección de libros”, considerándola una consecuencia necesaria de nuestra preocupación como adultos por el bienestar de los niños que están bajo nuestra responsabilidad.
Pero así como “literatura erótica” es un nombre que designa a la pornografía que aprobamos, “selección de libros” es un nombre que designa a la censura que aprobamos. Aunque resulta igualmente sospechosa.
Por ejemplo, esas caracterizaciones de las habilidades de niños de edades específicas rayan peligrosamente en los estereotipos insensibles inherentes al sexismo y al racismo. Los niños reales pocas veces pueden ser descritos con generalizaciones acerca de las capacidades o los intereses que deben tener a edades específicas; es decir, lo que para un niño de cuatro años resulta difícil, puede resultar sencillo para otro de la misma edad, dependiendo de su carácter, su inteligencia y experiencia, y esto sucede tanto con los libros como con la vida. Al prohibir en una forma generalizada, privamos a muchos niños de experiencias estimulantes y placenteras que sí están en capacidad de manejar.
Pero supongamos por un momento que un número significativo de niños no esté capacitado, y que un libro específico contenga gran cantidad de palabras con las cuales muchos niños no están familiarizados. Sería mejor considerar esto no como un motivo para prohibir el libro, sino como una oportunidad para enseñarle a los niños no sólo esas palabras en particular, sino el placer de aprender nuevas palabras en general. La selección de libros que se orienta a partir del criterio de que niños de cierta edad no están listos para ellos es sumamente antipedagógico, ya que es una forma de evitar que los niños aprendan cosas que nosotros suponemos que desconocen.
Pero estoy seguro que no los convenceré de eso tan fácilmente como pretendí hacerlo anteriormente. Las suposiciones acerca de la naturaleza de la niñez que apuntalan esta obsesión con las capacidades de los niños de acuerdo a sus edades están tan arraigadas en nuestras actitudes culturales que han adquirido estatus de verdades incuestionables; al igual que la convicción de que nosotros los adultos estamos obligados a proteger a los niños de lo que nos parece inapropiado para ellos. Si todos somos en cierta forma censores de libros para niños, es porque nuestras suposiciones acerca de la niñez —y por tanto acerca de la literatura para niños— tienen una carga de censura.
Incluso la existencia de una serie de textos designados como literatura infantil representa una forma de censura. Esta literatura no existía hace unos cien años, y por un buen motivo: no se creía que los niños fueran lo suficientemente distintos de los adultos como para requerir una literatura aparte. La necesidad de este tipo de literatura surgió cuando los niños comenzaron a demostrar necesidades significativamente diferentes, necesidades definidas casi siempre en términos de su vulnerabilidad relativa, y de la consecuente obligación de los adultos de protegerlos de un conocimiento cabal del mundo que resultara peligroso. No parece sorprendente que los primeros libros para niños, surgidos en Europa a finales del siglo XVI, fueran ediciones expurgadas de los clásicos; es decir, libros censurados.
Desde la aparición de la literatura infantil, esto ha continuado invariablemente. C. S. Lewis dijo que a él le gustaba escribir libros para niños porque “esta forma permite —u obliga a— no incluir las cosas que prefiero dejar afuera”. Por definición, la literatura para niños es una literatura que deja afuera algunas cosas, es decir, las censura.
Las suposiciones acerca de la naturaleza infantil que están soterradas bajo la mentalidad censora continúan ejerciendo un gran poder. La mayoría de nosotros pensamos que los niños son inocentes, es decir, que ignoran cuáles son las restricciones de la madurez adulta, y por lo tanto son salvajemente primitivos y tienden hacia el mal; o en su lugar, que no han sido manchados por la corrupción adulta y por lo tanto son deliciosamente puros y deben ser protegidos. Ambas actitudes sugieren la necesidad de aislar a los niños, ya sea de la inmodestia corruptora de la sexualidad adulta o de las limitaciones corruptoras de la racionalidad adulta.
En otras palabras, la niñez tal como la entendemos exige que los adultos se comporten como censores; los niños pueden continuar siendo niños sólo mientras los adultos censuren sus percepciones acerca del mundo adulto. Y parece que tenemos una profunda necesidad de que la niñez se prolongue lo más posible. La respuesta de muchos adultos ante mis recomendaciones positivas de libros para niños con contenidos que consideran inapropiados es la siguiente: “Seguro que podrían comprenderlo, pero ¿por qué tienen que leer acerca de cosas terribles cuando son tan jóvenes? Ya se enterarán de eso con el tiempo”.
Fotografía de Liliana Gelman.
Durante los últimos siglos —desde que concebimos la idea de que los niños son distintos a los adultos por las limitaciones inherentes a su capacidad para comprender— hemos desarrollado un sistema altamente sofisticado para determinar exactamente cuándo y cómo deben enterarse. Creemos que existen “etapas” en el desarrollo del pensamiento infantil, y en las capacidades morales y sociales de los niños. Estos no sólo difieren de los adultos en su forma de pensar las cosas, sino que los niños más pequeños son distintos a los más grandes: la especie “humana” está conformada por una serie de subespecies cronológicamente diferenciadas que son inherentemente distintas entre sí.Es por eso que nos preocupamos tanto por esas categorías etarias: mientras los niños no sufran esas abruptas y aparentemente mágicas transformaciones de una subespecie a la siguiente, de una etapa a la siguiente, sencillamente no están en capacidad de absorber más que la cantidad limitada que permite la etapa en la cual se encuentran en un momento dado, del mismo modo que las orugas no pueden volar. Pensamos que exponerlos causaría un cortocircuito en sus mentes, y quemaría unos fusibles cognoscitivos. Sus cabezas podrían explotar.
Al censurar libros, en realidad intentamos evitar esas explosiones. Muchas de las personas con las cuales hablo acerca de estos temas están convencidas de que facilitar a los niños libros que no son apropiados para la etapa en que se encuentran —es decir, que no son lo suficientemente sencillos— de alguna manera ahogará cualquier deseo de pensar algo o leer otro libro.
De nada sirve que estos adultos admitan que ellos mismos han leído libros con palabras desconocidas, sin que esto les causara daños serios; y que leyeron palabras como “onomatopeya” o “diploblástico” y sobrevivieron, sin haber explotado. No sólo sobrevivieron, sino que siguieron leyendo. Antes de persuadirlos de que deben confiar en sus propias experiencias, por encima de sus convicciones teóricas acerca del significado de las edades y las etapas, debo cuestionar esas etapas.
En realidad se trata de algo que resulta sencillo cuestionar. La idea según la cual la niñez consta de una serie de etapas relacionadas con edades específicas es una versión de las teorías cognoscitivas del psicólogo suizo Jean Piaget, y a menudo la versión que se expresa es incorrecta. Piaget nunca sugirió que las relaciones entre las etapas de desarrollo y la edad cronológica de los niños fueran tan rígidas como creen muchos de sus seguidores, o que la información debía mantenerse alejada de los niños según etapas específicas, porque ellos no pueden manejar ideas o experiencias desconocidas. Todo lo contrario: Piaget resalta que los niños necesitan asimilar nuevas ideas y experiencias antes de pasar a una nueva etapa, y que pueden lograr esto si cuentan con la información, y no sencillamente porque alcanzaron un punto cronológico mágico.
Por otra parte, Piaget sí afirmó que era imposible que los niños aprendiesen conceptos que él definió como fuera del alcance de su etapa actual de desarrollo, una idea que la investigación más reciente sobre desarrollo cognoscitivo ha cuestionado seriamente. Versiones ligeramente distintas de los experimentos en los cuales Piaget basó sus teorías han demostrado que los niños pueden alcanzar formas de pensar que teóricamente resultan imposibles a etapas asombrosamente tempranas.
Las investigaciones contemporáneas también cuestionan la suposición de que el desarrollo consiste en una serie de cambios periódicos de un estado específico a otro. Estudios recientes sugieren que el aprendizaje ocurre gradualmente, en una serie continua de pequeños pasos, siempre y cuando existan nuevas experiencias para que los niños (y los adultos) aprendan de ellas. Aunque sí parecen existir las etapas esbozadas por Piaget, estudios sugieren que éstas podrían ser impuestas culturalmente como resultado de elementos tales como edades de ingreso a la escuela y nuestras creencias adultas del tipo de experiencias que pueden procesar los niños; como manifestó Barry J. Zimmerman: “lo que parece ‘normal’ desde el punto de vista de la maduración en el proceso cognoscitivo y en el desempeño refleja, si se le examina más de cerca, un sistema culturalmente impuesto de ‘estímulos y frenos’ ”.
De acuerdo con el psicólogo cognoscitivo Charles Brainerd, “las objeciones empíricas y conceptuales a las teorías (de Piaget) se han vuelto tan numerosas que ya no pueden seguir siendo consideradas como una fuerza positiva en las investigaciones sobre desarrollo cognoscitivo”. Sin embargo, Brainerd agrega que “su influencia continúa siendo muy profunda en los ámbitos de la educación y la sociología”, y también, por supuesto, en la discusión que puedan generar los libros infantiles. No hay motivo alguno —excepto, quizás, la rigidez con que adoptamos una teoría claramente pasada de moda— para no seguir el rumbo señalado por los psicólogos cognoscitivos, y dejar de utilizar concepciones insostenibles acerca de las etapas infantiles como base para rechazar un libro para niños. Sobre todo cuando las “etapas” que nos imaginamos logran convertirse en profecías que se autocumplen. Los niños privados de información por parte de adultos que los suponen incapaces de absorberla resultan ser tan egocéntricos e ilógicos como sugiere que lo serán la teoría de las etapas. Al negarles el conocimiento, los niños continuarán siendo ignorantes.
Por supuesto que la ignorancia es sólo otra palabra, menos positiva, para la “inocencia”, la cual nos lleva de vuelta a las otras suposiciones acerca de la niñez que manifesté anteriormente, que nos hacen rechazar libros que creemos corromperán o hasta pondrán fin a la inocencia infantil. Para respaldar mi posición acerca del peligro de ciertas suposiciones en torno a la censura, me veo en la necesidad de argumentar que los niños no son ni deben ser inocentes.
Argumentar que la niñez no es específicamente una época de inocencia es fácil, tristemente fácil. Si en vez de considerar nuestros ideales y mitos acerca de la niñez empleamos el conocimiento que tenemos de los niños en la realidad, rápidamente nos percatamos de que hay un número sorprendentemente bajo de niños efectivamente inocentes. Aquellos cuyo sustento depende de adultos que les pagan por sus servicios sexuales indudablemente no son inocentes, ni aquellos sometidos a abusos sexuales o físicos por parte de sus familiares. Los niños que mueren de hambre en las calles de los países del Tercer Mundo y con demasiada frecuencia en las callejuelas de los del Primer Mundo, tampoco son inocentes: no tienen tiempo para ser inocentes si han de sobrevivir. Tampoco los que viven bajo un techo pero en una pobreza tan extrema que duermen hacinados con sus padres y hermanos mayores tampoco son inocentes, ni tampoco los hijos aparentemente protegidos de alcohólicos adinerados, maníaco-depresivos o ejecutivos corporativos crónicamente ausentes del hogar.
Tampoco son particularmente inocentes los numerosos niños con suficiente suerte para no estar incluidos en este terrible catálogo de vicisitudes. No lo son si ven televisión, o si tienen contacto con otros niños que la ven; no lo son si interactúan en algún momento con otros seres humanos que pueden equivocarse, incluyendo aquellos que tanto se esfuerzan por mantener su inocencia.
Pero podría argumentarse que esas son exactamente el tipo de experiencias brutales y destructoras que los niños no deberían tener. Esas experiencias forjan y perjudican a las personas, por lo que proteger a los niños de las mismas, posiblemente es una forma de mantenerlos sanos y saludables. Este tipo de agnosis parece ser buena para los niños.
Pues bien: ¿deben ser inocentes los niños? Sí, evidente e idealmente, sí; deben ser inocentes ante la presencia del hambre, del caos emocional, de la explotación por parte de los adultos ávidos de sexo y violencia. No tengo intención alguna de argumentar que el hambre y la explotación y la violencia son buenos para los niños; no son buenos para ningún ser humano.
Por otra parte defiendo que el conocimiento de estas cosas es bueno para los seres humanos, incluyendo a los niños. Si sabemos algo, podemos pensar en eso aunque no lo hayamos experimentado jamás. Y pensar en el mal es sin duda nuestra mejor defensa contra éste.
Al menos, por supuesto, que creamos que el mal es inherentemente más atractivo que el bien. Yo no lo creo. Creo que todo lo que se relaciona con el mal y la violencia es repugnante, y no hay que pensar mucho para descubrir en toda esta “sobreoferta de mal” los límites voluptuosos de cierta autocomplacencia perversa; siempre y cuando uno haya desarrollado estrategias de pensamiento.
Asimismo, creo que si a los niños se les brindara conocimiento de este tipo de cosas y estrategias para pensar en ellas, podrían llegar a conclusiones —no necesariamente iguales a las conclusiones que yo podría llegar—, pero sus conclusiones serán sutiles y bien pensadas, y tomarán en cuenta la mayor cantidad posible de elementos. Las teorías del desarrollo moral —como la de Lawrence Kohlberg— que sugieren que los niños en realidad no son capaces de pensar así, no sólo dependen de suposiciones piagetianas hoy en día insostenibles, sino que son objeto de serios y merecidos ataques por ser chauvinistas desde el punto de vista masculino, así como eurocéntricas; ya que premian las actitudes de creadores europeos como las de mayor jerarquía en la evolución moral. Llegó el momento de dejar a un lado estas teorías y tratar de ayudar a niños de todas las edades a ser tan sutiles en su pensamiento moral como nos gusta creer que somos nosotros.
Cuando menos, si damos a los niños conocimiento del mundo, podremos discutirlo con ellos, y comunicarles nuestras propias actitudes. En cambio, si preferimos mantenerlos ignorantes de todo lo que rechazamos (teóricamente porque los estamos protegiendo de eso), perderemos la oportunidad de sostener este tipo de; discusiones. Al mismo tiempo, es probable que los niños discutan estos asuntos tan interesantes entre sí. Pueden llamarme elitista, pero tengo más fe en la solidez de mis propios valores que en los que pueden idear un grupo de niños de cuatro años, o jóvenes de catorce años, que han sido mantenidos en la ignorancia del pensamiento maduro para proteger su inocencia. Cualquiera que como yo haya aprendido en el parque y en la calle tantas cosas sobre temas como el sexo y lo que realmente quieren las mujeres, a falta de discusiones públicas o con nuestros padres sobre estos temas, comprenderá por qué he llegado a esta conclusión: la ignorancia no es precisamente una bendición, y raras veces es inocua.
De hecho, estoy convencido de que son más dañinos quienes ignoran lo que seres pensantes y morales consideran malvado, que quienes tienen conocimiento acerca de esas cosas; es la ignorancia —y no el conocimiento— lo que destruye el paraíso.
La verdadera inocencia no es ignorante. Permanecer inocentes, es decir, tratar de no hacer el mal, exige conocer el mal. Por lo tanto, el conocimiento protege a la inocencia: sólo los que están armados de nociones éticas y prácticas acerca del comportamiento propio y del comportamiento de los demás, poseen recursos para ser buenos. Y estoy convencido de que esto es particularmente cierto en el caso de los niños.
Fotografía de Liliana Gelman.
De esta forma llego a la esencia de mi propia filosofía en lo que respecta a la selección de libros: no se preocupen porque los niños no comprendan lo que deberían comprender. Más bien tengan esperanzas de que comprenderán. Estimúlenlos a aprender. Permítanles leer cualquier cosa que les interese, de acuerdo al nivel de dificultad que ellos mismos decidan que pueden manejar, para que ellos mismos aprendan lo que sienten que deben saber. Denles acceso al conocimiento del mundo tal cual es; a libros que lo describan con todo el detalle necesario, y anímenlos a conocerlo en la forma más cabal, profunda y sutil que sea posible. Si creemos que puede haber algo que no comprendan, ayudémoslos a comprenderlo; hay que enseñarles los hábitos mentales y las estrategias de lectura de modo que, cuando lean, tengan experiencias ricas, significativas y productivas.No siempre tuve tan buen sentido de las cosas. Lo aprendí de mis hijos. Cuando eran más pequeños, Josh, Asa y Alice seleccionaban los libros que les atraían o que querían que les leyésemos de un estante que contenía todos los libros para niños que había en la casa. Era una selección ecléctica: contenía no sólo los que yo consideraba que eran buenos libros, sino también los que había comprado para usar en mis clases de literatura para niños como ejemplos de mala literatura, y a veces, los que consideraba que manejaban valores inapropiados, tontos, o superficiales. Para mi mortificación, los niños a menudo seleccionaban y disfrutaban de mis ejemplos de libros malos, y a pesar de mi abierta oposición a la censura, no puedo negar que sentí la necesidad de restringir lo que escogían.
Pero luego me di cuenta de que los niños nunca parecían interesarse o dejarse influenciar mucho por los “malos” valores, y seleccionaban tanto los buenos ejemplos como los malos. El acceso a las tentaciones del mal no pareció alejarlos de la apreciación de lo que sus padres les enseñaron que era bueno. Por eso, me tragué mi mortificación y permití que escogieran lo que desearan.
Esto no cambió mucho después que aprendieron a leer y tuvieron mayor libertad a la hora de escoger sus lecturas. Al dejar de estar limitados a los libros para niños o a los otros libros que teníamos en la casa, leían lo que deseaban; si bien en ocasiones debí luchar con mi conciencia para permitírselos.
¿Cuál fue el resultado? El libre acceso al conocimiento no convirtió a ninguno de mis hijos en monstruo, al menos según mi definición de monstruo. Hoy en día son adolescentes y ante los ojos de su orgulloso padre actúan como seres sensibles, humanitarios, responsables y felices: son seres humanos morales, a pesar de —aunque yo creo que fue a causa de— su amplio y temprano acceso al conocimiento del mal, la lujuria, el dolor, la anatomía, la vulgaridad y la violencia.
Gracias a este acceso, es obvio que mis hijos nunca fueron las criaturas “aniñadas” que los adultos decimos admirar. Desde muy temprano, su conocimiento les mostró su propio poder: su derecho a ser escuchados y a ser tomados en serio, y su libertad para evaluar el comportamiento de los demás, incluyendo los adultos, con una mirada considerada y a veces crítica. No puedo negar que esas cualidades ocasionalmente han causado angustia y hasta enfurecido a algunos de sus maestros y profesores. Un número sorprendente de estos me ha dicho que los niños deben respetar siempre a los mayores, independientemente del tipo de abuso, estupidez, o estrechez de mente que decidan poner en práctica. De hecho, son estas conversaciones preocupantes con individuos insensibles y defensivos —que profesionalmente se ocupan del cuidado de los jóvenes— las que confirmaron mi confianza en que el conocimiento que adquirieron mis hijos sobre el mal y la capacidad para pensar en él de forma analítica les ha servido de protección.
Eso no implica que jamás rechazaría un libro o programa de televisión u obra teatral. Mi sugerencia de dar a los niños más libertad para escoger incorpora una condición muy importante: que este proceso tenga lugar en un contexto de un interés activo —por parte de los adultos— por la vida de los niños y por la lectura, y como parte de un esfuerzo activo de estos por enseñarles todas las capacidades de respuesta crítica y análisis que nosotros mismos poseemos. Si no se hace en este contexto, los niños sí podrían ser influenciados por libros y programas de televisión tontos y superficiales o llenos de maldad. De hecho, eso ocurre. Por ello, nosotros como adultos tenemos el derecho —en realidad la obligación— de informar a los niños lo que consideramos es malvado, inmoral, vulgar o sencillamente tonto, sin negarles al mismo tiempo el acceso a ello.
Por eso, mis hijos han tenido que escuchar a sus padres discutir acerca de la estupidez de algunos libros que a ellos les gustaban, aunque les permitíamos disfrutar de esa estupidez. Cuando eran más pequeños, a menudo me negaba a leerles libros que no me gustaban, por ejemplo, libros que dejaron de interesarme después de haberlos leído cien veces, o cualquier cosa de los Ositos Cariñosos. Ellos podían ver esos libros por sí solos todas las veces que quisieran, pero no sin antes escuchar mis opiniones al respecto. Asimismo, tenían que escuchar a su padre y a su madre hablar con sarcasmo sobre las tonterías de algunos programas de televisión que veíamos con ellos, con lo cual aprendían a defender sus propios gustos o a compartir el sarcasmo. Me complace decir que ellos aprendieron rápidamente a hacer ambas cosas, y aunque hoy en día sus gustos y opiniones a menudo difieren de las de sus padres, comparten nuestro placer e interés por discutir estos asuntos.
En otras palabras, nos esforzamos por enseñarles que hay opiniones distintas sobre ciertas experiencias que les daban placer. No sólo tenían que reconocer la existencia de estas opiniones distintas; también tenían que aprender a pensar, para de ese modo defender —o incluso cambiar— sus propios gustos e intereses. Su inocencia estaba acorazada, no sólo por el conocimiento, sino por haber aprendido formas responsables de pensamiento.
Algunos dirán que este nivel de participación por parte de los adultos no es posible para todos, que no todos son especialistas en literatura para niños, que muchas personas encargadas de cuidar un niño tienen otras responsabilidades y sencillamente no tienen tiempo para leer los libros que leen los niños bajo su responsabilidad, o para ver los programas de televisión que ven dichos niños, y mucho menos para discutir esas experiencias con sus hijos. Pero uno no necesita ser especialista en la materia para comunicar a los niños la reacción que uno siente ante un libro, basta con tener la disposición para responder con honestidad, y ser consecuente con esa respuesta. Y en cuanto a los que no tienen tiempo para este tipo de conversaciones, no estoy tan dispuesto a absolver a gente que por lo menos debería sentirse culpable por su falta de participación. Los niños sí requieren cuidado, y un cuidado responsable consume tiempo y esfuerzo; por ello hay que hacer un esfuerzo por leer y comentar un par de libros sobre ardillas y princesas de cuentos de hadas, si esto contribuye a que los niños bajo nuestro cuidado no absorban valores que nos parecen aborrecibles y, con el tiempo, no terminen siendo el tipo de personas que afirmamos despreciar. Creo que esto es precisamente lo significativo.
Más aún, estoy convencido de que son pocas las personas con niños a su cargo que no participan en su vida intelectual e imaginativa por insensibilidad o falta de interés. Una vez que han desechado su fe en el valor o inevitabilidad de la ignorancia infantil, los adultos con los que he conversado estos asuntos aceptan tranquilamente la responsabilidad de darle a los niños un conocimiento más amplio del mundo y orientarlos para que desarrollen una forma más sabia de comprenderlo.
Y lo hacen porque esto les enseña una cosa sumamente importante: al darles libertad y responsabilidad para escoger por sí mismos, la mayoría de los niños escogen sabiamente. En su descripción del columpio de cuerdas en el establo de Zuckerman contenido en Charlotte’s Web, E. B. White indica que los padres siempre se preocupan de que los niños accidentalmente se caigan del columpio y se hagan daño. Pero según White, “los niños casi siempre se aferran más tenazmente a las cosas de lo que creen sus padres”. Yo también lo creo, se aferran tanto a las cuerdas como a los valores de quienes velan por ellos, pero no nos corresponde a nosotros los adultos aferrarnos por ellos para inculcarles un falso sentido de seguridad.
Fotografía de Liliana Gelman.
Nota
(*) Una persona que leyó los borradores de este ensayo sugirió que los ejemplos de actitudes censoras que utilicé son tan absurdos que los lectores de épocas posteriores y de otros lugares podrían pensar que las inventé a manera de chiste. No lo hice, y no son chistes. De acuerdo a la información suministrada por el “Book and Periodical Council for Freedom to Read Week 1992”, las escuelas en Lloydminister, situada en la frontera entre Albert y Saskatchewan, retiraron las copias del libro Thomas’ Snowsuit de Robert Munsch de sus bibliotecas escolares entre 1989-89, temiendo que el libro socavaría la autoridad de los directores de planteles en general. Para comienzos de 1992, el libro todavía no estaba disponible en dos escuelas de Lloydminister. Mientras tanto, en febrero de 1992, muchos diarios canadienses informaron que los miembros del sindicato IWA-Canadá en la Costa del Sol, al norte de Vancouver, habían exigido que el libro Maxine’s Tree de Diane Leger-Haskell (Orca, 1990) fuese retirado de las bibliotecas escolares, tildando el libro de “ofensivo para los leñadores”. Parece que uno de los miembros del sindicato exigió esta medida después que su hija de seis años leyó el libro en la escuela y llegó a la casa a decirle, “Lo que tú haces es malo, papá” (Globe and mail, febrero 1992).
Bibliografía
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- CM: A Reviewing Journal of Canadian Material for Young People. 20,3 (mayo 1992).
- LEWIS, C. A. “On three ways of writing for children”. Children’s Literature: Views and Reviews. Virginia Haviland (editora). Grenview: Scott, Foresman, 1973.
- MOFFETT, James. Storm in the mountains. A case study of censorship, conflict and consciousness. Carbondale: Southern Illinois UP, 1988.
- TRIER, Walter. 10 Little Negroes. Nueva versión. Londres: Sylvan Press-Nicholson Watson, 1944.
- WHITE, E. B. Charlotte’s Web. 1952. New York: Harper Trophy-Harper & Roe, 1973.
- ZIMMERMAN, Barry J. “Social Learning Theory: A contextualist account of cognitive functioning”. Brainerd, Recent Advances…, 1-50.
Perry Nodelman es un especialista, docente y escritor canadiense de literatura infantil y juvenil. Es Doctor en Literatura Victoriana por la Universidad de Yale (1969) y desde 1975 se especializó en la enseñanza y escritura de literatura infantil. Durante 37 años (1968-2005) fue profesor del Departamento de Inglés de la Universidad de Winnipeg y ahora es Profesor Emérito.
Fue presidente de la Asociación de Literatura Infantil de Canadá y publicó alrededor de cien artículos sobre literatura infantil y juvenil en revistas especializadas, muchos de ellos focalizados en la teoría literaria como un contexto para entender los libros para chicos.
Escribió libros de análisis y crítica sobre el género: Words About Pictures: The Narrative Art of Children’s Picture Books, The Pleasures of Children’s Literature (un libro de texto utilizado en universidades de Estados Unidos y Canadá, que va por su tercera edición, escrita en colaboración con Mavis Reimer), y The Hidden Adult: Defining Children’s Literature.
Fue editor de dos revistas académicas: Children’s Literature Association Quarterly (1983-87), y CCL/LCJ, the Canadian children’s literature journal (2004-2008); y actualmente forma parte del Comité Editorial de las revistas Jeunesse, IRCL, y The Journal of Children’s Literature Studies
Como escritor de ficción para niños y jóvenes es autor de cuatro novelas: The Same Place But Different y su secuela A Completely Different Place; Behaving Bradley, y Not a Nickel to Spare: the Great Depression Diary of Sally Cohen. En colaboración con Carol Matas escribió una serie de cuatro novelas fantásticas para jóvenes lectores —Of Two Minds, More Minds, Out of Their Minds, y A Meeting of Minds— y la trilogía Ghosthunter: The Proof that Ghosts Exist, The Curse of the Evening Eye, y The Hunt for the Haunted Elephant.
Fotografía: grajewski fotograph inc.
Las fotografías que acompañan este artículo pertenecen a la serie “La biblioteca” de Liliana Gelman. Imaginariawww.lilianagelman.com. Y también en Imaginaria, el artículo “Exposición fotográfica “La biblioteca”; libros abandonados y reencontrados”. agradece su autorización para reproducirlas. Para ver más obras de Liliana Gelman hay que visitar su página web:
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