Desde una edición de “El Príncipe y el Mendigo” con dibujos de Carlos Freixas y traducción de Elsa Oesterheld hasta una versión de lujo de “Superman” sorprenden a un paciente rastreador de librerías de viejo.
POR Marcelo Birmajer
Todo comenzó hace 25 años. Me había exiliado en el barrio de
Florida, al borde de la Panamericana. Para llegar al Once tenía que
tomar el colectivo 60. Habitaba una pieza en una casa de dos pisos. El
piso de abajo lo compartían una ex monja y un ex JP, que eran pareja,
más una amiga de la monja; arriba, un kiosquero, un músico y un
servidor. El muchacho de abajo se despertaba fumando marihuana y se iba a
dormir inhalando sustancias que quitan el sueño, de modo que nos
atormentaba con una música indefinible, a todo volumen, de seis a seis.
En esas circunstancias yo había comenzado a trabajar en la revista
Fierro, y su director, Juan Sasturain, me había prestado un libro
selecto: Williard y sus trofeos de bolos, de Richard Brautigan.
Siempre
he sido de perder todo lo que toco, y en aquellos meses del invierno
del 87, cuando no dormía más que unos pocos minutos por día, mi
incapacidad recrudeció. Pero por medio de distintos artilugios, y por
una ciega y férrea voluntad, de algún modo logré retener hasta el último
de los trofeos de bolos de Williard. Eran aquellos primeros libros de
Anagrama que llegaban al país: tapas blancas con dibujos colorinches.
Mucho Bukowski, mucho “polla”, “chaval”, “follar”; varios recién nacidos
escritores argentinos mechaban en su prosa el vocabulario de las
traducciones del ya envejecido destape español. Yo leía muy orondo, en
el colectivo 60, aquella prosa de los sesenta entre beatnik y
despiadada, feroz y graciosa, pornográfica y mística. Eran libros que
olían a nuevo y a importado en muchos sentidos distintos, pero a la vez
eran la buena y vieja literatura, la misma que hacíamos acá cuando los
españoles ni siquiera podían traducirla. Hizo falta mucho más que mis
propios descuidos para arrebatarme ese libro.
Una noche negra como
la del largo exilio del pueblo de Israel, me bajé del 60 en la parada
incorrecta. Busqué entre las tinieblas el sendero del regreso. Pero los
pájaros de la muerte se habían comido las pistas de migas de pan. Un
asesino vocacional, proveniente de la Villa Miseria lindera, me asombró
alzando un rodillo de pintura por sobre mi cabeza y, con la otra mano en
el bolsillo, ordenando: “Vamos para la villa, vamos para la villa”.
Nunca
olvidaré ese rodillo de pintura alzado como un arma, blanco en el medio
de la noche. El grito en susurros de arreo no era una invitación a
conocer otra cultura, ni al diálogo; era la vieja canción del verdugo,
del opresor, disfrazado de pobre, de víctima. Antes de esa noche,
durante esos minutos de zozobra y por el resto de mi vida, supe lo
mismo: el que alza un arma contra el inocente es el opresor, no importa
su clase social, ni sus antecedentes ni sus motivaciones: no todos
estamos capacitados para salvar vidas; pero todos estamos capacitados
para no matar ni amenazar. Por supuesto, no acepté su invitación. Aunque
siempre le he tenido miedo a los perros y a los ladrones, respondí: “De
acá no me muevo”. Prefirió llevarse todas mis pertenencias. Un
impermeable, una de las pocas herencias que me dejó mi padre, fallecido
dos años antes de este suceso. Algunos billetes de muy baja
denominación. Un reloj, regalo de fin del secundario. Y el tesoro que
para ese alcahuete nada representaba ni valía: Williard y sus trofeos de
bolos, dentro de una mochila con una palta y una botella de jugo de
limón Minerva, cuya etiqueta advertía a los consumidores con un haiku
que preserva mi memoria y no aparece en Google: El sedimento es pulpa
que precipita.
El sedimento, como la memoria, es pulpa que
precipita. Permítanme considerar la recién acabada primera parte de este
no tan largo relato como un flashback in media res, como el comienzo de
El escudo averno de Asterix. Es el único episodio de los realizados
por Goscinny y Uderzo que se inicia con una referencia al pasado
cercano, relativamente lejos del tiempo y el lugar de la aldea de
Asterix, específicamente a la derrota, en Alesia, del jefe averno
Vercingetorix, quien arroja sus armas, entre ellas el escudo del título,
a los pies del César. El resto de la historieta transcurrirá más de
veinte años después, cuando regresamos al presente de la aldea gala
invencible. Del mismo modo yo comienzo esta crónica con el recuerdo de
aquel libro robado para llegar a nuestros días, veinticinco años
después, específicamente al momento cuando viniendo de mi casa, en
Constitución, rumbo a mi oficina, en el Once, creo divisar la colección
completa de los viejos libros blancos y colorinches de Anagrama. La
colección completa es un decir: son muchos, blancos, uno al lado del
otro. En ese momento no tengo tiempo de detenerme, pero lo registro en
mi memoria. Dentro de un par de semanas debo compartir una mesa redonda
con Sasturain, en Rosario: un homenaje a Fontanarrosa. ¿Qué tal si me
aparezco, un cuarto de siglo después, con el recuperado libro de
Brautigan? Mi vida oscila entre la sobreocupación y el ocio malsano. Hay
semanas en que no alcanzo a completar el trabajo que se me pide, otras
en que no me alcanzan las manos para rascarme. La semana siguiente al
descubrimiento del botín de los viejos de Anagrama en la librería de
usados sobre la avenida Entre Ríos, es de esas en que me pregunto cuál
es mi función en la vida. ¿Para qué sirvo? ¿Por qué no estoy haciendo
algo útil? Mejor salir en busca de aquel libro robado. Pero cuando
llego, la colección de Anagrama no está. El vendedor no es el mismo,
pero parece saber que alguien pasó y se llevó todos los “libros
blancos”. Tiene que ser obra de un malhechor. Finalmente, aquel ladrón
era un hechicero y me ha perseguido en el tiempo, hasta mi penosa
adultez. Las cosas que ganamos, las ganamos sólo por un tiempo. Pero las
que perdemos, las perdemos para siempre. Y es un consuelo estúpido,
cobarde, recitar en tono plañidero el adagio: “Si lo perdiste, nunca fue
tuyo”. Por supuesto que se pierde, por supuesto que fue tuyo, por
supuesto que nunca más lo recuperarás, por supuesto que nunca más te
recuperarás.
En la misma librería encuentro una edición incunable
de El Príncipe y el Mendigo, de Mark Twain, del tamaño de la palma de
mi mano, con dibujos de Carlos Freixas y traducción de Elsa Oesterheld,
la ahora viuda y por entonces esposa del autor de El Eternauta. Se lo
llevaré a Rosario, a modo de indemnización, a Sasturain, por el libro de
Brautigan robado en segunda instancia por el hechicero.
El día no
se ha salvado, pero tampoco hundido. En una editorial a la altura de la
avenida Independencia me aguarda un cheque. No es gran cosa, pero yo
tampoco soy gran cosa: de modo que los pequeños cheques y yo nos
entendemos. Otra librería de usados, sobre la calle Montevideo, una
cuadra antes de llegar a la avenida Rivadavia, exhibe un álbum de
historieta más poderoso que cualquier evento presente Superman vs
Muhamad Alí, Deluxe Edition, dibujo: Neal Adams, guión: Denny O`Neil.
Leí
esa historieta hace 34 años, en castellano. Aunque nunca fui devoto de
los personajes de la DC, ese episodio en particular me fascinó. Los
extraterrestres, como siempre, quieren destruir la Tierra, pero nos
darán una última oportunidad: nuestro principal gladiador debe luchar
contra el mejor de ellos. Sin embargo, ¿quién es el mejor representante
de la Tierra para este combate, Superman o Muhamad Alí? Alí pretende
imponerse con el argumento de que no sólo es el mejor, sino de que, a
diferencia de Superman, él es terráqueo. Superman contrapone que él es
naturalizado terráqueo, y que se ha jugado por la Tierra tantas veces
que tiene el mismo derecho que Alí a defenderla.
Finalmente
juegan una semifinal –Superman despojado de sus superpoderes– en la que
triunfa Alí. Es un episodio majestuoso. 34 años después, perdido ese
volumen por la acción del tiempo, en la puerta de vidrio de la librería
cuelga un cartelito que reza: “Enseguida vuelvo”. ¡Enseguida vuelvo! Eso
fue lo mismo que me dijo la historieta el día en que la perdí. Lo mismo
que me dijeron cada una de las cosas que perdí en mi vida. Pero igual
que el dueño de esta librería, no vuelven. Todavía no volvieron.
Lo
espero, pero no más de lo que me permite el horario de la editorial:
puedo pasar a buscar el cheque de 11 a 12.30, y yo nunca hago esperar a
un cheque. Me marcho con la esperanza de que la historieta de Alí contra
Superman no me haga el mismo chiste que la colección blanca de
Anagrama; de que los poderes del hechicero no lleguen tan lejos, de que
se haya despojado de ellos como para librar una batalla justa entre mi
persona, en representación del recuerdo, del sedimento, de la decencia;
contra el olvido, los ladrones y los falsos progresistas. ¡Qué suelte su
rodillo y pelee como un hombre!.
En la editorial no sólo me
aguarda el cheque, sino la posibilidad de cambiarlo de inmediato y,
dadas las coordenadas geográficas, premiarme con una visita al
restaurant del centro cultural japonés, sobre la avenida Independencia.
Pero
llegando a destino, no casualmente por la calle Estados Unidos,
descubro, al 600, una librería de usados en inglés, Walrus. Desde la
vidriera me recibe un libro de conversaciones con Truman Capote. Subrayo
“con”, porque he leído muchos reportajes de Truman Capote “a”, por
ejemplo, Brando; o la aguafuerte sobre Marilyn Monroe. Pero este libro
son reportajes que le han hecho a Truman Capote, él como entrevistado.
Todavía no entro. Voy al restaurant japonés, me pido un sashimi
teishouko, dejo el abrigo en la silla, y regreso a la librería. ¡Podré
mirar libros mientras me preparan la comida! ¡No padeceré ansiedad ni
hambre anticipada! El día está muy cerca de ser un éxito. El sedimento
es pulpa que precipita.
Atiende la librería un joven de no más de
veinte años. Hace cerca de tres meses que terminé de leer el segundo
tomo, y yo creía que último, de las memorias de Kissinger. 1.062 páginas
cada uno. Pero la ineludible Internet me revela una cuenta pendiente:
hay otras 1.062 páginas, Years of Renewal, la administración Ford. El
libro es inconseguible. En Amazon lo ofrecen solamente usado, y no lo
envían a la Argentina. Pero ya que estoy en la librería en inglés, le
preguntaré al librero, seguramente un analfabeto que no sabe siquiera
quién fue Kennedy, si tiene algo de Kissinger. El muchacho se lleva una
mano al mentón y me recita, en tono casual, sin pretensiones, los
títulos de los tres, repito, los tres, tomos de las Memorias de Henry
Kissinger.
Son muchos milagros en un solo momento: el librero, de
no más de veinte años, es un erudito, un genio, un prodigio. El Mozart
de los libreros. Me avergüenzo de mis prejuicios contra la juventud. El
libro sale nada más que 75 pesos, menos de la mitad de lo que me hubiera
costado en Amazon, si me lo hubieran querido vender. Felipe, se llama
el librero. Es mi nuevo ídolo.
Para encontrarle un título a mi
nota, unifico todo este episodio –el encuentro casual de la librería, el
librero prodigio, la aparición del libro– en un solo milagro.
El
siguiente es cuando, caminando de regreso a mi barrio, paso por la
librería de usados de la calle Montevideo, y aún están allí Alí y
Superman, a punto de pelear, de representar, 34 años después, una vez
más su papel por la supervivencia de la Tierra. Tal vez nunca consigan
salvar este planeta. Pero, por hoy, me salvaron a mí.
http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/no-ficcion/Cartografia-libros-usados-librerias-viejo-birmajer_0_539346079.html
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