28/08/2011

Cartografía de los libros usados

Desde una edición de “El Príncipe y el Mendigo” con dibujos de Carlos Freixas y traducción de Elsa Oesterheld hasta una versión de lujo de “Superman” sorprenden a un paciente rastreador de librerías de viejo.

POR Marcelo Birmajer

    Todo comenzó hace 25 años. Me había exiliado en el barrio de Florida, al borde de la Panamericana. Para llegar al Once tenía que tomar el colectivo 60. Habitaba una pieza en una casa de dos pisos. El piso de abajo lo compartían una ex monja y un ex JP, que eran pareja, más una amiga de la monja; arriba, un kiosquero, un músico y un servidor. El muchacho de abajo se despertaba fumando marihuana y se iba a dormir inhalando sustancias que quitan el sueño, de modo que nos atormentaba con una música indefinible, a todo volumen, de seis a seis. En esas circunstancias yo había comenzado a trabajar en la revista Fierro, y su director, Juan Sasturain, me había prestado un libro selecto: Williard y sus trofeos de bolos, de Richard Brautigan.
Siempre he sido de perder todo lo que toco, y en aquellos meses del invierno del 87, cuando no dormía más que unos pocos minutos por día, mi incapacidad recrudeció. Pero por medio de distintos artilugios, y por una ciega y férrea voluntad, de algún modo logré retener hasta el último de los trofeos de bolos de Williard. Eran aquellos primeros libros de Anagrama que llegaban al país: tapas blancas con dibujos colorinches. Mucho Bukowski, mucho “polla”, “chaval”, “follar”; varios recién nacidos escritores argentinos mechaban en su prosa el vocabulario de las traducciones del ya envejecido destape español. Yo leía muy orondo, en el colectivo 60, aquella prosa de los sesenta entre beatnik y despiadada, feroz y graciosa, pornográfica y mística. Eran libros que olían a nuevo y a importado en muchos sentidos distintos, pero a la vez eran la buena y vieja literatura, la misma que hacíamos acá cuando los españoles ni siquiera podían traducirla. Hizo falta mucho más que mis propios descuidos para arrebatarme ese libro.
Una noche negra como la del largo exilio del pueblo de Israel, me bajé del 60 en la parada incorrecta. Busqué entre las tinieblas el sendero del regreso. Pero los pájaros de la muerte se habían comido las pistas de migas de pan. Un asesino vocacional, proveniente de la Villa Miseria lindera, me asombró alzando un rodillo de pintura por sobre mi cabeza y, con la otra mano en el bolsillo, ordenando: “Vamos para la villa, vamos para la villa”.
Nunca olvidaré ese rodillo de pintura alzado como un arma, blanco en el medio de la noche. El grito en susurros de arreo no era una invitación a conocer otra cultura, ni al diálogo; era la vieja canción del verdugo, del opresor, disfrazado de pobre, de víctima. Antes de esa noche, durante esos minutos de zozobra y por el resto de mi vida, supe lo mismo: el que alza un arma contra el inocente es el opresor, no importa su clase social, ni sus antecedentes ni sus motivaciones: no todos estamos capacitados para salvar vidas; pero todos estamos capacitados para no matar ni amenazar. Por supuesto, no acepté su invitación. Aunque siempre le he tenido miedo a los perros y a los ladrones, respondí: “De acá no me muevo”. Prefirió llevarse todas mis pertenencias. Un impermeable, una de las pocas herencias que me dejó mi padre, fallecido dos años antes de este suceso. Algunos billetes de muy baja denominación. Un reloj, regalo de fin del secundario. Y el tesoro que para ese alcahuete nada representaba ni valía: Williard y sus trofeos de bolos, dentro de una mochila con una palta y una botella de jugo de limón Minerva, cuya etiqueta advertía a los consumidores con un haiku que preserva mi memoria y no aparece en Google: El sedimento es pulpa que precipita.
El sedimento, como la memoria, es pulpa que precipita. Permítanme considerar la recién acabada primera parte de este no tan largo relato como un flashback in media res, como el comienzo de El escudo averno de Asterix. Es el único episodio de los realizados por Goscinny y Uderzo que se inicia con una referencia al pasado cercano, relativamente lejos del tiempo y el lugar de la aldea de Asterix, específicamente a la derrota, en Alesia, del jefe averno Vercingetorix, quien arroja sus armas, entre ellas el escudo del título, a los pies del César. El resto de la historieta transcurrirá más de veinte años después, cuando regresamos al presente de la aldea gala invencible. Del mismo modo yo comienzo esta crónica con el recuerdo de aquel libro robado para llegar a nuestros días, veinticinco años después, específicamente al momento cuando viniendo de mi casa, en Constitución, rumbo a mi oficina, en el Once, creo divisar la colección completa de los viejos libros blancos y colorinches de Anagrama. La colección completa es un decir: son muchos, blancos, uno al lado del otro. En ese momento no tengo tiempo de detenerme, pero lo registro en mi memoria. Dentro de un par de semanas debo compartir una mesa redonda con Sasturain, en Rosario: un homenaje a Fontanarrosa. ¿Qué tal si me aparezco, un cuarto de siglo después, con el recuperado libro de Brautigan? Mi vida oscila entre la sobreocupación y el ocio malsano. Hay semanas en que no alcanzo a completar el trabajo que se me pide, otras en que no me alcanzan las manos para rascarme. La semana siguiente al descubrimiento del botín de los viejos de Anagrama en la librería de usados sobre la avenida Entre Ríos, es de esas en que me pregunto cuál es mi función en la vida. ¿Para qué sirvo? ¿Por qué no estoy haciendo algo útil? Mejor salir en busca de aquel libro robado. Pero cuando llego, la colección de Anagrama no está. El vendedor no es el mismo, pero parece saber que alguien pasó y se llevó todos los “libros blancos”. Tiene que ser obra de un malhechor. Finalmente, aquel ladrón era un hechicero y me ha perseguido en el tiempo, hasta mi penosa adultez. Las cosas que ganamos, las ganamos sólo por un tiempo. Pero las que perdemos, las perdemos para siempre. Y es un consuelo estúpido, cobarde, recitar en tono plañidero el adagio: “Si lo perdiste, nunca fue tuyo”. Por supuesto que se pierde, por supuesto que fue tuyo, por supuesto que nunca más lo recuperarás, por supuesto que nunca más te recuperarás.
En la misma librería encuentro una edición incunable de El Príncipe y el Mendigo, de Mark Twain, del tamaño de la palma de mi mano, con dibujos de Carlos Freixas y traducción de Elsa Oesterheld, la ahora viuda y por entonces esposa del autor de El Eternauta. Se lo llevaré a Rosario, a modo de indemnización, a Sasturain, por el libro de Brautigan robado en segunda instancia por el hechicero.
El día no se ha salvado, pero tampoco hundido. En una editorial a la altura de la avenida Independencia me aguarda un cheque. No es gran cosa, pero yo tampoco soy gran cosa: de modo que los pequeños cheques y yo nos entendemos. Otra librería de usados, sobre la calle Montevideo, una cuadra antes de llegar a la avenida Rivadavia, exhibe un álbum de historieta más poderoso que cualquier evento presente Superman vs Muhamad Alí, Deluxe Edition, dibujo: Neal Adams, guión: Denny O`Neil.
Leí esa historieta hace 34 años, en castellano. Aunque nunca fui devoto de los personajes de la DC, ese episodio en particular me fascinó. Los extraterrestres, como siempre, quieren destruir la Tierra, pero nos darán una última oportunidad: nuestro principal gladiador debe luchar contra el mejor de ellos. Sin embargo, ¿quién es el mejor representante de la Tierra para este combate, Superman o Muhamad Alí? Alí pretende imponerse con el argumento de que no sólo es el mejor, sino de que, a diferencia de Superman, él es terráqueo. Superman contrapone que él es naturalizado terráqueo, y que se ha jugado por la Tierra tantas veces que tiene el mismo derecho que Alí a defenderla.
Finalmente juegan una semifinal –Superman despojado de sus superpoderes– en la que triunfa Alí. Es un episodio majestuoso. 34 años después, perdido ese volumen por la acción del tiempo, en la puerta de vidrio de la librería cuelga un cartelito que reza: “Enseguida vuelvo”. ¡Enseguida vuelvo! Eso fue lo mismo que me dijo la historieta el día en que la perdí. Lo mismo que me dijeron cada una de las cosas que perdí en mi vida. Pero igual que el dueño de esta librería, no vuelven. Todavía no volvieron.
Lo espero, pero no más de lo que me permite el horario de la editorial: puedo pasar a buscar el cheque de 11 a 12.30, y yo nunca hago esperar a un cheque. Me marcho con la esperanza de que la historieta de Alí contra Superman no me haga el mismo chiste que la colección blanca de Anagrama; de que los poderes del hechicero no lleguen tan lejos, de que se haya despojado de ellos como para librar una batalla justa entre mi persona, en representación del recuerdo, del sedimento, de la decencia; contra el olvido, los ladrones y los falsos progresistas. ¡Qué suelte su rodillo y pelee como un hombre!.
En la editorial no sólo me aguarda el cheque, sino la posibilidad de cambiarlo de inmediato y, dadas las coordenadas geográficas, premiarme con una visita al restaurant del centro cultural japonés, sobre la avenida Independencia.
Pero llegando a destino, no casualmente por la calle Estados Unidos, descubro, al 600, una librería de usados en inglés, Walrus. Desde la vidriera me recibe un libro de conversaciones con Truman Capote. Subrayo “con”, porque he leído muchos reportajes de Truman Capote “a”, por ejemplo, Brando; o la aguafuerte sobre Marilyn Monroe. Pero este libro son reportajes que le han hecho a Truman Capote, él como entrevistado. Todavía no entro. Voy al restaurant japonés, me pido un sashimi teishouko, dejo el abrigo en la silla, y regreso a la librería. ¡Podré mirar libros mientras me preparan la comida! ¡No padeceré ansiedad ni hambre anticipada! El día está muy cerca de ser un éxito. El sedimento es pulpa que precipita.
Atiende la librería un joven de no más de veinte años. Hace cerca de tres meses que terminé de leer el segundo tomo, y yo creía que último, de las memorias de Kissinger. 1.062 páginas cada uno. Pero la ineludible Internet me revela una cuenta pendiente: hay otras 1.062 páginas, Years of Renewal, la administración Ford. El libro es inconseguible. En Amazon lo ofrecen solamente usado, y no lo envían a la Argentina. Pero ya que estoy en la librería en inglés, le preguntaré al librero, seguramente un analfabeto que no sabe siquiera quién fue Kennedy, si tiene algo de Kissinger. El muchacho se lleva una mano al mentón y me recita, en tono casual, sin pretensiones, los títulos de los tres, repito, los tres, tomos de las Memorias de Henry Kissinger.
Son muchos milagros en un solo momento: el librero, de no más de veinte años, es un erudito, un genio, un prodigio. El Mozart de los libreros. Me avergüenzo de mis prejuicios contra la juventud. El libro sale nada más que 75 pesos, menos de la mitad de lo que me hubiera costado en Amazon, si me lo hubieran querido vender. Felipe, se llama el librero. Es mi nuevo ídolo.
Para encontrarle un título a mi nota, unifico todo este episodio –el encuentro casual de la librería, el librero prodigio, la aparición del libro– en un solo milagro.
El siguiente es cuando, caminando de regreso a mi barrio, paso por la librería de usados de la calle Montevideo, y aún están allí Alí y Superman, a punto de pelear, de representar, 34 años después, una vez más su papel por la supervivencia de la Tierra. Tal vez nunca consigan salvar este planeta. Pero, por hoy, me salvaron a mí.

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/no-ficcion/Cartografia-libros-usados-librerias-viejo-birmajer_0_539346079.html
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